Por Silvano Pascuzzo
Don Manuel Belgrano (1770-1820) fue el miembro más intelectualmente preparado de su generación. Junto al General José de San Martín (1778-1850), constituyó, uno de los pilares de la “Independencia argentina”, tal y como la presentara, en 1857, Bartolomé Mitre (1821-1906) en su famosa: Historia de Belgrano. Un libro que, en letras de molde, daría a la posteridad el arquetipo austero y ascético del héroe quintaesenciado, al que todos veneramos con orgullo y admiración. El “semi Dios” laico, fundador de la Escuela Fisiocrática en la América del Sud; creador de la bandera “celeste y blanca”; y artífice precursor de la idea del autogobierno y de la separación de España. Un modelo a imitar, por su inteligencia, por su arrojo y por la humildad demostrada en medio de la derrota y el olvido de sus conciudadanos.
No obstante la enorme influencia cultural de éste estereotipo, repetido constantemente por la liturgia de la Academia y de los actos escolares, nosotros queremos ofrecer otra interpretación de la vida de un hombre y de un “revolucionario”. Un Manuel Belgrano distinto; consecuentemente regalista en su juventud; leal al Rey y a la Corona, consustanciado con las políticas ilustradas de la Casa de Borbón; una figura – en fin – vinculada con los traumáticos derroteros de la administración colonial, en los años de la doble crisis militar y política de la Metrópoli.
Porque nunca hay que olvidar su paso por el Consulado de Buenos Aires, y su designación en 1794, por uno de los ministros más influyentes, para solidificar con nuevos vínculos, los resquebrajados lazos existentes entre Madrid y el Río de la Plata. Su fracaso político – y de gestión – se explica más por su consecuencia en el cumplimiento de las órdenes recibidas, que en una connivencia con los factores de poder locales; sobre todo terratenientes y comerciantes. Nunca dudó de la justicia de sus ideas, y no se alineó, hasta muy entrada el siglo XIX, con quienes propugnaban – en la más absoluta de las soledades – una ruptura violenta.
Tampoco sus vínculos con el último Virrey – Don Baltasar Hidalgo de Cisneros (1756-1829) – quien le financiara el “Correo de Comercio”, como vocero de la política de apertura comercial, sancionada en 1809; y reclamada a través de la famosa “Representación de los Hacendados”, de su autoría según afirmaban las malas lenguas. Interesante aspecto de su vida, confesado sin tapujos en sus Memorias, citadas profusamente por Mitre, y reeditadas por Luis Gondra en 1927, con una repercusión inusitada.
Por otro lado, es imprescindible poner de manifiesto su rechazo a todo experimento “republicano”, y su apego al Monarquismo, en su versión británica, de formato parlamentario y gobierno de élite. Nunca pensó Don Manuel, que un Rey fuera anatema en un continente difícil de gobernar. A diferencia de Simón Bolívar (1783-1830) y de Gervasio de Artigas (1764-1850), “nunca creyó posible el gobierno popular”, ni la Democracia en sentido jacobino, ni tan siquiera en modo norteamericano. En el fragor de la lucha con Fernando VII (1784-1833), propuso ante el Congreso de Tucumán, reunido y exiliado en Buenos Aires, la coronación de un descendiente de los Incas. Toda una definición en materia de objetivos institucionales.
Metido a militar, cumplió sus funciones a carta cabal, sin genio ni aptitudes marciales, pero con abnegación y raptos de talento, típicos del autodidacta. Aficionado a la lectura, aprendió en los libros lo que la experiencia no le había dado; y abrió el camino al Héroe en Yatasto, poniéndose a sus órdenes, sin egoísmos y sin altisonantes declaraciones públicas de lealtad, que nunca hicieron falta.
Es Belgrano una figura que convoca, simpática y empática. Un poco edulcorada por la historiografía liberal, por medio de toques de afeminamiento y altruismo impostado; pero que, en el fondo, explicitan los rasgos verdaderos de un hombre lúcido, moderado en sus gustos y costumbres, patriota y trabajador hasta el desmayo. Un tipo de férrea voluntad, que cargó durante décadas una enfermedad terrible y que murió víctima de ella en la más absoluta pobreza y soledad.
Es su muerte, la que deja testimonio de la ingratitud de los pueblos hacia sus grandes bienhechores; en ese año tan emblemático de 1820. Comparte con Bolívar ese final amargo, doloroso, de quien se siente perseguido y acosado por mil demonios que conjugan sus actos en un sino fatal, destructor y apabullantemente injusto. Y como el Libertador Colombiano, es hoy un símbolo de una América Latina heroica, sepultada por las ansias de progreso y bienestar material, de sus supuestos discípulos y defensores. Por ese Positivismo Materialista, agresivamente brutal, que conformó las repúblicas decimonónicas, aliadas al Capitalismo Global por vínculos neocoloniales; y controladas por oligarquías facciosas y corrompidas.
Recordarlo hoy a Don Manuel, debe ser un motivo para levantar sus valores, su coherencia y resignada valentía. Tipos como él, hace tiempo que no nacen por éstas geografías – y en el orbe entero – llenos de ambiciones patrióticas, debilidades superadas a fuerza de voluntades de hierro; inteligencia universalista combinada con leal amor a la tierra de los ancestros; y un sentido de Comunidad, que los aleja de éstos mercenarios que se llaman liberales, que hoy hablan por boca de las corporaciones. Precursores de una Nacionalidad que aún espera por sus constructores, resistiendo a viento y marea, traiciones, cobardías y defecciones.