Por Elías de la Cera
“Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caelum et terram”.
-San Agustín de Hipona.
(A la memoria de Jorge Osvaldo Furman)
Perderse mirando la lumbre
y sentir que está vivo
aquel asombro, aquella incertidumbre
que tuvo el hombre primitivo.
Saber que el tiempo a la eternidad
la fragmenta en sucesiones.
Y solo persiste la deidad,
los arquetipos y las emociones.
Ver que el reloj de arena infinita
no detiene nunca la caída,
y así, sobre lo efímero de la vida
la eternidad se precipita.
Saber que el alma de Agustín ardía
y que a despecho de su erudición,
de sus estudios sobre Plotino y Platón,
jamás pudo mitigar su lenta agonía.
Eso es un historiador. Esa la historia.
Los hechos tienen importancia,
pero son el agua, no el río, no la substancia,
y vacilan entre el olvido y la memoria.
La caída del Imperio Romano,
La América precolombina,
Solimán el magnífico otomano,
y la gran revolución jacobina,
son índices en confinados manuales
de aspecto frágil y polvoriento
que buscan sobrevivir en los anales
de una abstracción; el conocimiento.
En un vasto arrabal de la ciudad
el historiador intuye y siente,
en absoluta soledad,
hallar las leyes que unen pasado y presente.
Y mientras cree terminar su mala suerte,
Y cree que su corazón dejará de arder despacio,
Dios, que es el tiempo y el espacio,
le confiere el último don; la muerte.