Por Jorge Osvaldo Furman
El siguiente artículo fue revisado y editado por nuestro director, a partir del texto completo del Prólogo al libro de Jorge Osvaldo Furman, Luis Brajterman, Néstor Legnani, Hugo Pomposo y Daniel Osvaldo Rossano. La República Representativa, la Legitimidad y el Sistema Democrático. Biblioteca Política Argentina, Centro Editor de América Latina (CEAL); Buenos Aires, Argentina;
1993.
La existencia de Juan Manuel de Rosas (1793-1877), sus éxitos, el apoyo entusiasta de una parte importante del pueblo bonaerense y el consentimiento – muchas veces forzado – del resto de la Confederación, muestra una realidad histórica compleja y ciertamente contradictoria. El Restaurador no sólo consiguió afirmar la presencia internacional argentina – rechazando enérgicamente los planteos extranjeros en dos oportunidades –, sino que pudo enseñarles a los
“rebeldes” argentinos a someterse a la autoridad.
El interregno rosista, vino a cumplir entonces, dos objetivos fundamentales, a saber: primero, destacar en el mundo al país como una singularidad que debía ser respetada por las potencias coloniales; segundo, establecer una relación de mando y obediencia, ineludible para la creación posterior del orden político.
Consciente, meticuloso, obsesivo, el Gobernador lleva con medios drásticos y autoritarios a cabo, aquello que le anunciase a Juan Facundo Quiroga (1788-1835), en su carta de la Hacienda de Figueroa, fechada el 20 de diciembre de 1834: “La Nación se ha visto convertida en un escenario donde los unitarios ensayan sus experimentos políticos a espaldas de la voluntad de los pueblos. Son los doctores y logistas que todo lo confunden y anarquizan, y que al fracasar en sus reiteradas intentonas, subvierten el orden e impiden la consolidación de la autoridad. (…) ¿quién creerá que el remedio es precipitar la constitución del estado?... Nadie, pues más que Usted y yo podremos estar más persuadidos de la necesidad de una Constitución Nacional… Pero la oposición facciosa en sus inconfesables actitudes, provoca una guerra civil, que es el paso retrógrado que ha dado la Nación, alejándonos de la grande obra de la Constitución Nacional… Obsérvese que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de estados bien organizados en
sí mismos…”
Lo escrito por el Dictador en 1834, nos lleva a sacar la conclusión de que el sistema era visualizado en forma provisional o, más precisamente, excepcional. Dada la realidad nacional, constatada la imposibilidad de una evolución gradual y pacífica hacia una organización aceptable, el resultado era que, a partir de 1810, el conflicto entre el Consejo de Regencia y la Junta de Mayo se había transformado en un fracaso intelectual y político de la clase dirigente, que no había encontrado la fórmula prescriptiva que sintetizara el modelo que permitiera a la Argentina constituirse en Nación Estado. El problema sería que lo expuesto por Rosas en su carta a Quiroga de 1834, seguiría teniendo validez en 1848, 1850 y 1851, como si el tiempo pudiese ser detenido.
Los acelerados cambios de la economía mundial, la transformación del Capitalismo de libre competencia en Monopólico Financiero, su expansión planetaria, el fuerte crecimiento demográfico global, los acelerados cambios tecnológicos; presentaban para el país nuevas oportunidades y riesgos, que el Restaurador intentó ignorar y despreciar.
La sensación ambigua que provocaba el “Progreso” en la mente de Rosas, quedó testimoniado por un estrecho colaborador y consejero de éste, José María Rosas y Patrón: “(…) una acrecida presión del mundo exterior… una incontenible inmigración europea… esa ingente masa… ha de conmover hasta sus cimientos la sociedad argentina”. Quién escribía, esperaba mucho de bueno de esa conmoción, por otra parte imposible de evitar; pero teme, a la vez, que esa marea “arrase con las instituciones de la República”, condenándola a oscilar eternamente entre la Anarquía y el Despotismo. Corresponde a los argentinos, pues “bajo la enérgica tutela de Rosas evitarlo, estableciendo finalmente el firme marco institucional que ha faltado hasta entonces al Régimen Rosista”.
Para el señor Rosas y Patrón, la inevitabilidad de la penetración capitalista señala un final y un comienzo. La inmigración europea a un espacio desierto y extenso allana el eterno déficit poblacional – léase la mano de obra cara –, su irrupción masiva trastoca la sociedad colonial, o sea, las tradicionales bases productivas: latifundio y ganadería. El remedio, analizado desde el riñón del sistema federal, es robustecer – aún más – la autoridad, por medio de su inserción en un marco de Legitimidad plenamente acatada.
Así, sorpresivamente, en las reflexiones de un rosista, allá por 1850, encontramos claras coincidencias, nada sutiles, con el pensamiento que venían desarrollando algunos integrantes de la Generación de 1837. Esteban Echeverría (1805-1851), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y, en particular, Juan Bautista Alberdi (1810-1884), desde posiciones cerradamente opositoras.
“Ya Rosas, gracias a su tenacidad y genio, ha logrado demostrar un país con personalidad soberana. Ya Rosas, gracias a su astucia sistemática, ha logrado dominar y cautivar a los caudillos, organizando en provecho propio el sistema unitario… La idea de los unitarios está realizada; sólo está de más el Tirano”.
Así expresaba Sarmiento, en su inigualable estilo, el sentir generalizado de los proscritos, pero también de muchos de los partidarios de la Dictadura. Sentir generalizado que reclama su ingeniero político, el intelectual lúcido que fuera capaz de traducir en fórmulas adecuadas lo que “(…) más urge: un código o declaración de principios (…). Determinar lo que debemos ser, hacia que punto debemos encaminarnos. El Señor Alberdi – escribe Esteban Echeverría –que reúne la potencia metafísica que generalizada, junto a una facultad analítica sin cotejo entre nosotros” será, en sus trabajos redactados en la década de 1850, el traductor generacional de un programa que, partiendo de lo históricamente dado – última etapa del Rosismo –, aprehenda un orden posible para alcanzar un progreso necesario.
Pero a las palabras tempranamente laudatorias de Echeverría, en grandes líneas, los elementos básicos de la imaginaria alberdiana son olímpicamente olvidados. Con escasas excepciones, el tucumano ha sido objeto de una mini evaluación analítica, que ha reducido la evolución de sus ideas a dos o tres etapas contradictorias entre sí, ignorando la importancia y complejidad de su legado.
Para el autor de Las Bases, la Argentina adolecía de insuficiencias geográficas y antropológicas. Era un vasto territorio, con un litoral fluvial que desembocaba en un puerto único y exclusivo. El Litoral y el Interior dependían, para su vida civil – sinónimo de lo económico –, de un solo camino comercial con el Mundo, camino que pasaba, inexorablemente, por Buenos Aires. Si el mapa geográfico explicaba la Historia en términos de la contradicción Puerto–Interior; la población o, más concretamente, la escasa población, ponía un complemento a ese desolador panorama. Porque la composición humana del país era inapta para las tareas productivas relevantes, porque el hombre argentino carecía de aptitudes industriosas, disciplina y vocación de ahorro. Estos dos atributos negativos, puerto único y población inhábil para el Progreso, explicaban el atraso del Río de la Plata.
La dicotomía Puerto–Interior era la clave –nos dirá Alberdi– de nuestra sinrazón económica; la inferioridad antropológica, la causa de una “Barbarie” triunfadora, en medio de una “Civilización” acorralada. Elementos que establecen límites a una estructura socio económica que merece y debe ser reemplazada.
Había que superar a un país aislado, a una población ignara, fuentes de la imposibilidad crónica de constituirnos como Nación Estado. Si se desea alcanzar éste objetivo, se deberá encarar una acción consciente y metódica. Era necesario un arquitecto, que plasmara en bronce un modelo de integración y organización institucional, que sirviera de marco al cambio en las estructuras de fondo.
Si bien el paradigma de Nación moderna implicaba la construcción de un Estado al servicio del Individuo; previamente debíamos crear unas instituciones que garantizaran y promovieran la Libertad Civil. En una palabra, dotar a la sociedad argentina de una herramienta jurídica que hiciera viable la recepción de capitales extranjeros e inmigración. Realizar una reducción a la unidad que se base en un Ejecutivo fuerte – que centralice y reparta equitativamente la riqueza –capaz de nacionalizar la Aduana y su Puerto único.
Dijimos en líneas anteriores, que el publicista tucumano ubicaba el proyecto constitucional como paso previo ineludible de su construcción estatal. En Las bases subraya que: “Como los andamios de que se vale un arquitecto para construir los edificios; ellas – las constituciones – deben servirnos en la obra interminable de nuestro edificio político; para colocarlas hoy de un modo y mañana de otro, según las necesidades de la construcción. Hay constituciones de transición y de creación, y constituciones definitivas y de conservación. Las que hoy pide América del Sud son de la primera especie; son de tiempos excepcionales…”.
Directamente, sin tapujos, Alberdi en el párrafo arriba transcrito, aclara propósitos e intenciones. El sistema de principios, el código reclamado por Echeverría, ha encontrado su redactor. Este no teoriza, no busca lo mejor para aplicarlo mecánicamente, arbitrariamente; busca lo posible, lo factible, lo políticamente viable en un tiempo determinado. Allí, en los años iniciales de la década del 50 del siglo XIX, el arquitecto Alberdi edifica, paso a paso, un edificio político cuyas bases son un Ejecutivo fuerte y centralizador; siguiendo los pasos de Rosas, pero sin Rosas.
Logrado el Orden, afirmado, se transformará y cambiará la estructura – geográfica y demográfica – ; junto con el arribo de capitales y de inmigración europea. Alberdi creía que, de modo automático, la Barbarie retrocedería, se marchitaría. Su programa se desarrollaba en el tiempo por fases, al cabo de las cuales la construcción del Estado daría origen a una nueva sociedad. Los cambios políticos y económicos, caracterizados por el Derecho garantizador de las libertades civiles, fomentarían la industria, el comercio y las artes. Pero la Política debería permanecer obturada, cerrada a las masas, para evitar la demagogia, el faccionalismo y la bajeza de los individuos ambiciosos y despóticos.
Echeverría, su maestro, había dicho que la Historia mostraba una trilogía: Mayo, Progreso, Democracia. El aventajado alumno, el modelador de la nueva estructura, acota temporalmente los objetivos, la Historia se traduce en un comienzo. Si Mayo, los 40 años transcurridos desde entonces, enseñaban que, para lograr implementar el progreso, debíamos alcanzar el orden; no serían los inmediatos, tiempos de Democracia. Debíamos conformarnos con la Libertad Civil – económica – y olvidarnos por un largo tiempo de la Política, fomentadora de Igualdad y, con ella, de Anarquía o de Despotismo.