Por Jorge Osvaldo Furman
Estados Unidos había sido precursor en el esfuerzo independentista. Durante más de siete años (1776-1783), luchó una guerra desigual pero exitosa contra los ingleses, en la que, con el apoyo de Francia, logró triunfar de forma inapelable. Las Trece Colonias se convirtieron, primero en un “Estado Confederal” y, más tarde, en una “República Presidencialista” de organización Federal.
Los norteamericanos fueron, a un tiempo, liberales y republicanos. Su país se convirtió de inmediato en un modelo a imitar y, a partir de las presidencias de George Washington (1732-1799) y Thomas Jefferson (1743-1826), se inició la conformación de un Estado Central poderoso, eficiente y orientado a objetivos estratégicos.
Pero: ¿cuáles serían esas metas prioritarias? En primer término, la consolidación interna; en segundo lugar, la expansión territorial hacia el Sudoeste y el Oeste. Toda la primera mitad del siglo XIX, Estados Unidos se expande internamente, con la ayuda de una inmigración masiva, que se mueve hacia las planicies centrales y la costa del Océano Pacífico, con una indetenible vocación colonizadora. Allí nace el “Mito de la Frontera”, la aparente vertiginosidad de un poblamiento que se acelera en 1848 con el descubrimiento de oro en California y la victoria militar contra el indio. Y también se inician las conquistas exteriores, la Guerra con México y la ocupación progresiva de Texas.
Los estadistas estadounidenses toman conciencia – lenta y perezosamente – de la potencialidad de un país dinámico y expansivo; una tierra de promisión y futuro. En 1823, el Presidente James Monroe (1758-1831) enuncia su famosa “Doctrina”, y dice: “América para los americanos”; advertencia rutilante, dirigida a la Europa conservadora de la Restauración, pensada para impedir la reconquista española de las Indias, y prematuro manifiesto que insinúa la vocación de tutelar una región que acaba de emanciparse de su anacrónica metrópoli, en nombre del
Liberalismo.
Pero ¿y las contradicciones internas? Una división creciente toma cuerpo, entre el Norte industrial, progresista y motor del proceso de expansión territorial hacia el Oeste, y un Sur agrario, conservador y esclavista, que tiene puesta su mirada en los territorios hispánicos. Dos visiones, dos esfuerzos divergentes, dos maneras de visualizar el Futuro. La Guerra Civil será la explosión cruel y violenta de esas contradicciones. Los Estados Unidos saldrán de ella profundamente transformados, convertidos en una potencia regional que buscará, de allí en adelante, nuevos objetivos políticos, respaldada en un pujante desarrollo económico y en el aporte de la inmigración europea y asiática, que llegará tras el auge minero y ganadero del Medio Oeste, y la industrialización de los centros urbanos del Atlántico.
En 1898, los norteamericanos consuman el primer paso en este camino. Se enfrentan con España por el control de Cuba y del Mar Caribe, imponiéndose de modo rotundo, tras una corta guerra. Estados Unidos es ya una potencia regional, que sin tapujos se encamina hacia el tutelaje de zonas limítrofes a las que visualiza como su “Patio Trasero”. El “Corolario Theodore Roosevelt a la Doctrina Monroe”, certifica esa explícita necesidad de sinceramiento de un poder económico y de una probada eficiencia militar.
En apenas un siglo, Estados Unidos se iba a convertir en una “Nación Continental”, abierta a dos océanos, lanzada a la extensión de sus comunicaciones internas – telégrafo y ferrocarril – y ansiosa por volcar su riqueza material en aventuras exteriores. El propio Simón Bolívar (1783-1830) advertiría, en 1826, esta situación y recomendaría la “Unidad Sudamericana y Caribeña”, junto al tutelaje de Gran Bretaña; como antídoto frente al renacido conservadurismo europeo y la creciente potencia de la República Norteamericana. Cuba y México serán los blancos elegidos, por su cercanía geográfica y su complementación económica. El azúcar y el oro constituirán los motores de ésta política, que se rubricará en 1903, con la secesión panameña de Colombia y la construcción del canal interoceánico.