Por Jorge Osvaldo Furman
El presente artículo fue elaborado a partir de los apuntes del Doctor Jorge Osvaldo Furman, para sus clases del Seminario de Historia Latinoamericana, de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad del Salvador, en poder de nuestro Director.
El primer proyecto integrador que realmente podemos identificar en América, es el llevado adelante por el Imperio Español, a lo largo de casi tres siglos. Las llamadas Indias Occidentales – por oposición a las Orientales, descubiertas por Portugal – se erigieron a partir de las conquistas de México (1519-1521) y Perú (1532-1535), como un espacio político y económico más o menos unido alrededor de dos elementos complementarios: la minería de las altas mesetas y la legitimidad monárquica. Todo un complejo institucional – más flexible y exitoso de lo que comúnmente se piensa – fue erigido por los administradores locales y metropolitanos de la autoridad Real, procurando preservar dos objetivos estratégicos: el control de los flujos comerciales y monetarios; y la integridad territorial del Imperio.
Las Indias, no obstante, fueron rápidamente amenazadas por tres peligros evidentes. Primero, el desembarco en Brasil, el Caribe y América del Norte, de contingentes humanos de origen español, británico, holandés, francés y lusitano, que se hicieron, en muy poco tiempo, del control económico y político de vastas zonas del Continente. Segundo, la desarticulación interna, por la lucha entre los representantes locales del poder Real – funcionarios y eclesiásticos – y los
encomenderos y mineros que, junto a los comerciantes de México, Potosí y Lima, le plantearon a España un duro y constante desafío. Tercero, el aislamiento de amplias y lejanas comarcas, separadas de los centros de poder, por desiertos, selvas y montañas.
En pocas palabras, las Indias españolas nunca pudieron funcionar como un único espacio económico y político. Los localismos, las luchas burocráticas entre organismos con funciones poco formalizadas, la extensión del territorio, junto con las grandes distancias y los obstáculos naturales, pusieron un freno a ese proyecto integrador. Ni el mestizaje, ni el idioma, ni la religión pudieron impedir que, en el siglo XVIII, la monarquía borbónica terminara blanqueando lo evidente, la separación en regiones cuasi autónomas, cada una de ellas en contacto más o menos directo con Madrid. La América inmediatamente anterior a la Independencia, no es ni mucho menos una “Confederación de Reinos”, o una unidad política, económica y cultural efectiva; está, por el contrario, parcelada internamente por costumbres, lenguas, economías y gobiernos diversos, incluso enfrentados entre sí, por el control estratégico de ciertas zonas y recursos.
Por lo tanto, es crucial entender los lineamientos básicos de un orden político y económico, basado en la autonomía local, la especialización productiva y la pluralidad de culturas. América es además una masa geográfica única, desde Canadá al Río de la Plata; un conglomerado multiforme de pueblos y de dominios, dependiente de jurisdicciones nunca ordenadas, tributarias de historias distintas, incorporados al mundo comercial y económico del siglo XVIII como productoras de materias primas e insumos que no tienen ni el mismo valor, ni la misma utilidad para los países dominantes de la época. Como bien lo señalara Tulio Halperín Donghi, hay muchas Américas, incluso al interior de una misma región administrativa.
Será pues en ese marco, que un intelectual y revolucionario nacido en Venezuela, Don Francisco de Miranda (1750-1816), quien enunciará, en los albores de la Independencia, el primer proyecto integrativo de origen americano.
Su plan se basaba en la construcción de una “Gran Colombia” al sur del Río Bravo; objetivo muy vago y general, que demostraba un enorme desconocimiento sobre la real idiosincrasia de los pueblos y élites americanas; desconocimiento que se había originado en las experiencias de vida del propio patriota venezolano.
Francisco de Miranda era un apasionado admirador de la filosofía de “Las Luces”, un participante activo en la Revolución Norteamericana y en la Revolución Francesa; a pesar de su posición moderada frente a las mismas. Había colaborado con Washington, a las órdenes de Hamilton, en la Guerra de la Independencia (1773-1783); y con los Girondinos de Jean Pierre Brissot (1754- 1793) y Jean Lambert Tallien (1767-1820), siendo detenido por el Comité de Salud Pública presidido por Maximilien de Robespierre (1758-1794), salvando su vida por muy poco.
Su creencia básica era que el Imperio Español se estaba desintegrado. Y no sólo él lo creía, sino que opinaban lo mismo muchos ministros y funcionarios de alto rango del Gabinete de Carlos III (1759-1788), como los condes de Floridablanca (1728-1808) y Aranda (1719-1798). Ellos estaban convencidos de que, para España, sería imposible en el futuro seguir controlando semejante cantidad de territorio, por lo que ya en la década de 1770 se habían decidido a buscar otras alternativas. En vez de perder esos dominios, el Rey debía vincularlos a la persona de sus herederos, para que juntos construyeran una “Federación de Reinos” autónomos, a la manera de lo que más tarde haría el Imperio Británico.
Miranda conocía dichos planes, y estaba al tanto de los temores de que la independencia de los Estados Unidos operara a favor de una separación – más o menos violenta – de España y sus dominios americanos. Y justamente es allí donde iban a producirse las mayores contradicciones entre el proyecto de los Ministros y el suyo propio. El patriota venezolano estaba convencido de la inevitabilidad de la Independencia de los pueblos del subcontinente, y de la decadencia de la caduca estructura colonial. Sus viajes por el mundo – desde Filadelfia a Madrid, y desde París a Moscú – junto con su gran intuición, lo ponían en la certeza de que la Metrópoli sería incapaz de reformarse.
En ese sentido, Miranda supo entender el mundo de la época – eso que hoy llamamos la Globalización – y se convenció de que todo intento insurreccional en América sería imposible sin el apoyo activo de la principal potencia marítima de entonces: la Gran Bretaña. Son muy conocidas sus vinculaciones con el Gabinete de Londres, y particularmente con el Ministro William Pitt (El Joven); magistralmente narrados, a fines del siglo XIX, por la pluma de Don Vicente Fidel López. (1815-1903).
En una palabra: Don Francisco no pensaba en el vacío. Se apoyaba en datos y en opiniones recogidas a lo largo de una azarosa vida de trotamundos, en la que, a diferencia de muchos otros compatriotas, había podido vincularse con planes de reforma e insurrección, anteriores a él. Creía en la integración de los pueblos de América y en la alianza y en el tutelaje inglés, como un dato inevitable, si se quería abrir espacio para una transformación de fondo en la realidad de las colonias españolas, a principios del siglo XIX; prefigurando con ello procesos y tendencias que iban a consolidarse, pocos años después de su muerte, en una obscura prisión realista.