Por Silvano Pascuzzo
Élites y pueblos en una mirada de larga data.
El liberalismo, como ideología, muestra a escala global sus innegables debilidades. Es, en primer término, una concepción del hombre que naturaliza la desigualdad, bajo el ropaje de un conjunto de principios que, aplicados a las relaciones humanas, legitiman el dominio de una minoría sobre las mayorías populares.
En segundo lugar, parte de premisas voluntaristas, mecanicistas y abstractas, que no encuentran en la vida social -pasada y presente- corroboración alguna. Pues es, en esencia, un dogmatismo laico, teñido de cientificista vocación mesiánica, oculta tras la prédica de una racionalidad y de un individualismo que caracterizan -o pretenden caracterizar- a la naturaleza humana, en su supuesta y prístina realidad.
Finalmente, y en tercer término, fue concebido en un mundo de pobreza y escasez, resultando hoy anacrónico, en medio de una realidad caracterizada por una altísima oferta y una creciente abundancia de bienes y servicios.
La incapacidad del liberalismo para conjugarse con la democracia no es entonces una casualidad. Las masas, empoderadas desde 1776-1789 por una conciencia -endeble pero no menos real- de su potencialidad histórica y por el uso del voto y del consumo como herramientas que pueden, en ocasiones, desafiar el control que las minorías ejercen sobre el Estado y el mercado, adquieren una potencia y una relevancia cada vez mayor. Los “notables” pierden terreno y sus esporádicas hegemonías son, cada vez, más brutales y menos perdurables en una perspectiva de largo aliento.
Solemos creer que el neoliberalismo, surgido a mediados de la década de 1970, es actualmente poderoso e invencible. Sin embargo, muestra ya debilidades enormes, apenas unos lustros después de su entronización. Los poderes fácticos del mundo moderno -el Estado, las empresas, los bancos y los medios de comunicación- no están sólos en la escena central de una película que aún no ha terminado. Comparten, a su pesar, con los pueblos el papel protagónico, mientras intentan dominar sus reacciones, opiniones y protestas, a los efectos de modelar mentes y limitar rebeldías. Movilizaciones y elecciones pueden, sin embargo, en poco tiempo, desplazar actores otrora confiados en su capacidad para contener e impedir las reacciones colectivas.
Ocurre, sin embargo, que en ocasiones, sólo analizamos la sociedad desde una mirada de corto aliento, episódica, periodística. Necesitamos un modo distinto de analizar los acontecimientos, colocándolos en un contexto menos banal y episódico.
Por encima de los “hechos” fugaces, explosivos, efímeros, existen continuidades profundas, históricas, estructurales, como solían denominarlas allá por los tiempos en que imperaban explicaciones, quizás menos simples, pero sin dudas, mucho más hondas y profundas. La dimensión espacio-temporal otorga, a la interpretación política, una mirada diferente, estratégica, al fin y al cabo, más real porque, como lo señalara agudamente el maestro de la “Escuela de Annales”, Lucien Febvre, “el individuo en la historia es una abstracción”. La dinámica de lo comunitario traspasa siempre la finitud de lo autorreferencial, para otorgar un papel a los pueblos, en los cambios y transformaciones del mundo, que lo tornan decisivo.
Analicemos, entonces, la batalla contemporánea por la ampliación de derechos, a partir de éstas premisas. Descubriremos que los liberales nunca creyeron en la “igualdad”. Cedieron, hacia 1848, a las presiones que, desde abajo, presionaban a favor de reformas que destruyeran los restos del Antiguo Régimen en Europa. Pero, pese a los esfuerzos realizados por limitar a los pueblos a una participación parcial en la vida colectiva, mediante un sistema de control social estable, basado en la mediación de élites profesionales y burocráticas, la energía de las masas organizadas fue recortando -lenta pero ostensiblemente- sus facultades de imponer, a los otros, los propios designios. Hoy, las poblaciones de todas las naciones del mundo, son más conscientes que en siglos anteriores. Disponen de medios de comunicación que nunca soñaron disponer; y, si bien es cierto que muchas veces se paralizan, confunden y dividen, también lo que logran es encontrar -al fin- modos de luchar por su dignidad y por su derecho a ser felices.
El neoliberalismo ha intentado retrotraer al mundo a las condiciones sociales del siglo XVIII. Y, lo único que han conseguido, es debilitar a los organismos que sus padres fundadores erigieron, con el fin de mantener a los pueblos bajo su control y su dominio: las instituciones formales del Estado de derecho. Hoy, las personas, en todo el mundo, desconfían de ese edificio sagrado, y cuestionan su funcionamiento y su legitimidad para disponer de su futuro y de sus vidas. Piden participación y reformas, desconfían de políticos, empresarios, periodistas y clérigos. Se juntan y protestan. Desean cambios. Claman por igualdad.
Es posible que esas resistencias al neoconservadurismo no tengan ni la fuerza persuasiva ni la coherencia dogmática de otros tiempos. Pero parecen conjugar lo mejor de las tradiciones culturales e ideológicas de la modernidad, la libertad y la solidaridad. Los individuos tratan de sumar a otros a sus demandas, confiados en que no sólo los asiste la razón, sino que es inexorable el triunfo de sus esfuerzos en pos de una vida más digna y más plena. No portan Biblias ni Decálogos, pero conocen el significado de las conquistas históricas de los pueblos y su traducción práctica, concreta.
La contraofensiva neoliberal ha tenido -en una mirada, insistimos, no coyuntural sino de largo aliento- éxito parcial. Pero, de ningún modo, ha podido liquidar los derechos adquiridos por décadas de lucha y sacrificios. Existen minorías activas -muy numerosas por cierto- que defienden una sociedad desigual y clasista, basada en el egoísmo y el privilegio. Pero no es una mayoría, ni mucho menos. Puede ganar elecciones, acompañada por porciones de individuos incautos, desaprensivos e ignaros, pero, finalmente, la ausencia de respuestas que satisfagan los sueños colectivos, terminan explosionando en manifestaciones populares que dotan -de forma cada vez más evidente- la necesidad de cambios profundos.
Fue Alexis de Tocqueville quien, a mediados del siglo XIX, predijo “el inexorable camino de los hombres hacia la igualdad”. Las fuerzas populares deben reconstruir su identidad, depurándose de ideas y prácticas del todo extrañas a sus más caras tradiciones, venerables, milenarias y humanistas. Deben revalorizar lo colectivo y defender a la persona, en el marco de un destino que lo trascienda y dé sentido a su efímero tránsito por la tierra. Esa es la batalla del siglo XXI, la batalla por conciliar lo que los liberales nunca han querido conciliar: la libertad con la igualdad.