Por Silvano Pascuzzo
El aumento del número de casos de COVID-19 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en el Conurbano, coloca al Gobierno Nacional ante una nueva fase en su lucha contra la enfermedad, y contra la crisis económica derivada de ella.
Las tensiones – que parecen haberse provisionalmente superado – entre Rodríguez Larreta y los intendentes peronistas – y el Gobernador – manifestaron, a la luz pública, la perduración de estilos y proyectos muy diferentes al interior de la estructura institucional argentina; que Alberto Fernández intenta armonizar –hasta la fecha con éxito – y que aparece como la precondición de cualquier idea de estabilidad, en medio de tan penosas circunstancias.
Esa construcción de consensos, busca ser erosionada por actores que no la visualizan como favorable a sus intereses, o sencillamente como perjudicial para la consolidación de su dominio sobre amplias áreas de la economía nacional.
Y no nos referimos a los delirios metafóricos de Clarín, ni al oportunismo de un Paolo Rocca o un Cristiano Rattazzi; sino a la fuerte coalición de intereses comerciales, productivos y financieros que, desde 1975 – y con breves interrupciones –, han administrado la cosa pública, por medio de militares, burócratas y políticos a sueldo.
La perduración en el tiempo, del Frente de Todos, y la vigencia de la figura de Cristina Fernández entre amplias capas de la población, molesta e incomoda a dichos sectores, que vislumbran, más temprano que tarde, una reconfiguración de las relaciones de poder, y un crecimiento de la influencia estatal, en sus negocios y estructura de costos, a través de controles, reformas fiscales e impositivas y, sobre todo, por una creciente automatización del liderazgo, de sus mandatos y designios. Es más el temor al futuro, que los hechos de la realidad, lo que los atormenta y pone en guardia, de un modo no siempre decoroso y digno.
Una de las manifestaciones de ese histérico miedo al porvenir son las ridículas, pero no menos importantes, declaraciones públicas de algunos corifeos del poder real, en torno al avance La Cámpora al interior del Gobierno. Sobre todo los artículos publicados en Clarín y La Nación sobre el tema, y las entrevistas a Juan Carlos De Pablo, el economista más consultado en los ámbitos académicos de la derecha, y a Beatriz Sarlo, una tilinga portadora de frustraciones no abordadas a tiempo por profesionales de la psicología; repletas de consideraciones sobre un supuesto “retorno del kirchnerismo duro”, y de inexistentes e incomprobables aspiraciones autoritarias de los “Jóvenes Turcos” de la ex Presidenta. Un verdadero disparate que, sin embargo, me gustaría rebatir, en la medida de mis posibilidades.
Alguna autoridad tengo para intentar tal cosa, ya que fui parte de esa agrupación política, en su etapa de mayor expansión y crecimiento, y me considero – con cierto orgullo, que no me ha impedido manifestar mis diferencias –un amigo y un compañero, de algunos de los miembros dirigentes de dicha organización. Quizás por circunstancias tan especiales, pueda yo aclarar algunas confusiones, muy extendidas, entre esa porción de la población, que suele alimentarse de basura discursiva y desperdicios argumentales, por odio, prejuicio o, simplemente, por ignorancia.
La Cámpora es un “Proyecto de Poder Generacional” – como lo fuera FORJA en los años 30 del siglo XX o el Salón Literario en la vieja Confederación Rosista – y por eso vive la política no como un asunto meramente electoral, sino como un proceso de largo aliento, que debe ser recorrido con convicción pero, al mismo tiempo, haciendo uso del pragmatismo y la adecuación flexible a los cambios de contexto. Esa impronta, fijada en la mente y en los corazones de muchos de nosotros por Néstor Kirchner, y alimentada por Cristina entre 2010 y 2019, le otorga a los compañeros y compañeras que la forman, una ventaja considerable frente a sus rivales – por no decir enemigos – del sistema político de partidos.
Muchos de sus defectos – la endogamia y el sectarismo, por ejemplo – se explican a partir de una identidad muy fuerte y de unas lealtades internas, que trascienden la ambición personal y el éxito circunstancial, de una u otra figuras de renombre. Que la coordinación entre sus miembros y la actitud prudente de su militancia sean presentados como “diabólicos”, por individuos de escasa moral y de un repugnante oportunismo, me indica – y debería indicarnos a todos – la verosimilitud y justeza de dichos juicios, motivados por una mezcla de envidia, miedo e incomprensión. Como alguien dijera alguna vez: “El criminal imputa su condición al resto, para liberarse de culpa y consolar su conciencia inquieta”.
Alberto Fernández, que ha experimentado en carne propia la imposibilidad de construir poder democrático sin Cristina, sabe que La Cámpora es apenas la manifestación más notoria de un estado de ánimo colectivo, imperante entre los líderes jóvenes en ascenso del campo popular, que los impulsa a rechazar las prácticas heredadas del pasado reciente, sin descuidar con ésta actitud, el debido realismo que la administración de lo público impone per se. Por eso se apoya en ellos, les otorga confianza y espacio, y se compromete a liderarlos, sin complejos y sin temor aparente.
Y cuando un proyecto de poder se consolida, por fuera de los circuitos habituales de la vida política, quienes no forman parte de él reaccionan con virulencia, falta de equilibrio y una enorme dosis de brutalidad. Es imposible que periodistas, académicos y escritores, cuyo horizonte ético es la fama, el dinero o la figuración, comprendan la mente y las decisiones tomadas por cuadros políticos disciplinados, solidarios e imbuidos de valores trascendentes, de una ideología.
Me permito, incluso, aventurar, la colisión inexorable de intereses fácticos entre ambos mundos discursivos y conceptuales. Lo que ocurre, entonces no es una izquierdización de un gobierno que, a todas luces, no reniega del Liberalismo político y la Democracia formal; sino la continuación y profundización de una construcción político estratégica, nacida en 2003, desde las entrañas mismas de la crisis profunda de la Argentina post dictatorial. Un proceso de gran riqueza y complejidad, que muchos – no sólo los pibes de La Cámpora – sentimos como propio. Sin ese conglomerado humano que lo sostiene, no hay gobernabilidad ni futuro. Por fortuna, existimos y nos expresamos, sin reparar en las opiniones, de una caterva de perversos cagatintas, que no conocen ni conocerán nunca la profundidad ontológica de la palabra
Lealtad.