Por Silvano Pascuzzo
Desde los tiempos de la ruptura del orden medieval, la conciencia de Europa y de los pueblos que hemos sufrido su influencia, ha postulado como verdaderos un conjunto de axiomas que constituyen – como ya hemos dicho muchas veces – una escatología metafísica, de gran endeblez y de escasos soportes históricos, capaces de abalarla con el respaldo de los hechos.
Esa lógica atemporal y férreamente orgánica, naturalista y de un renovado escolasticismo, busca dirigir nuestras voluntades, mediante apelaciones pueriles a la sacrosanta intangibilidad de la propiedad y a la erección de una Libertad jurídicamente instituida, hacia la competencia y el egoísmo, como precondiciones de la Felicidad. Sumida hoy en una y mil contradicciones y conflictos con la cotidiana experiencia de los hombres y mujeres actuales, dicha escatología ha entrado desde hace tiempo en crisis, y necesita, con urgencia, ser revisada.
En un libro de gran erudición, escrito con elegancia y soltura literaria, Alain Touraine (1925) (“La Crítica de la Modernidad”) hurgó en las tradiciones cristianas de la Patrística Agustina, para toparse con los orígenes de la moderna idea de Libertad. Y con ello puso, a nuestro juicio, el dedo en la llaga, al negar al Liberalismo post smithiano la pretensión a erigirse en el portador de los derechos inalienables de los seres humanos, cuando en la realidad concreta, es quien más ha hecho por negarlos de forma sistemática.
Es conocida la fuerte pasión de San Agustín de Hipona (354-430) por establecer vínculos entre el Orden Terrenal y el Orden Celestial, cuando el primero se derrumbaba en medio de la desarticulación del Imperio Romano, visto por muchos como Imperio Cristiano, sobre todo después del Concilio de Nicea y las reformas de Constantino (272-337). Pero menos conocidas son sus reflexiones sobre los impulsos que el Alma – como presencia Divina en una Naturaleza finita, la Humana – generaba en nosotros, para guiar nuestros actos y orientar nuestra conducta, ajustados a la Moral, pero munidos de un poderoso sentimiento de autonomía, que la Escolástica traducirá a términos menos místicos, con el nombre de “libre albedrío”.
Fue el Cristianismo – o más precisamente el Judeocristianismo – quien instituyó en Occidente la idea de la Libertad, como certeramente lo vieran – por razones diferentes e incluso opuestas – Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Soren Kierkegaard (1813-1855). Y no precisamente sobre el Egoísmo y el relativismo ético de un Adam Smith (1723-1790), o a caballo del realismo pesimista de un Thomas Hobbes (1588-1679); sino sobre los cimientos de una construcción religiosa y discursiva, que veía en la “Comunidad”, la base de la misma.
Touraine sostuvo, al criticar al Neoliberalismo Contemporáneo, su convicción de que es en la idea de la “Razón Instrumental”, despojada de todo fundamento ético y, en consecuencia, de toda responsabilidad social, más allá de la eficiencia y la eficacia económica y productiva; donde radica la causa – o una de las causas – de la crisis de identidad del Mundo Moderno. Una visión muy interesante, que despoja al utilitarismo inglés del XVII de su metafísica naturalista y fundante de un orden nuevo; para ubicarlo en la tradición de la que inocultablemente procede.
Y más interesante aún es su propuesta a futuro, para dotar a las instituciones políticas y sociales de ese Liberalismo, de un contenido menos irreal, dogmático e incluso brutal: la constitución de grandes movimientos de masas, inspirados en la reafirmación de los Derechos Humanos, no tanto como status jurídico, sino como carnalidad histórica, sólo vivibles, exigibles y realizables en el continente que puede ofrecerles la Idea de Comunidad. Negar la artificiosa palabrería del Liberalismo Utilitarista, no implica –siguiendo aún al sociólogo francés – una negación de la Libertad, ni la erección, como alternativa, de un Totalitarismo deshumanizado y criminal, como muchos han sostenido y sostienen. Consiste ésta operación intelectiva en un ejercicio que pretende romper con serios errores heredados, para revitalizarse y refundarse, sobre nuevas bases, que son, al mismo tiempo, muy antiguas.
El Hombre, imperfecto y finito como es, se ha movido a lo largo de la Historia, entre las tensiones que sobre su conciencia han provocado las pulsiones vitales de su sustrato natural – tan caras a Arthur Schopenhauer (1788-1860) – y las aspiraciones excelsas de un alma pretendidamente “racional”, que en su frío cálculo, busca subordinar a esas pulsiones a ciertos criterios morales, que la traducen en el Mundo como realizaciones encaminadas al Bien. Y como expresión última de éste, la Solidaridad, que no era otra cosa que eso que Agustín llamara en sus Confesiones, “el reconocimiento en el otro, de las propias limitaciones y debilidades”.