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La Posmodernidad, el Hombre y la Política

Por Lautaro Garcia Lucchesi

En un artículo de la semana anterior (“Bauman; de Sólido a Líquido”), hablábamos del concepto de “Modernidad líquida” de Zygmunt Bauman, y cómo éste, que funcionaba como categoría sociológica, reflejaba el mundo en que vivimos. Aprovechando esto, el presente artículo intentará echar luz sobre eso que denominamos “posmodernidad”, el modelo de hombre que construye y cómo se desempeña éste en la esfera de la política.

Federico de Onís


Empecemos por el origen del término. Éste fue acuñado por un español, Federico de Onís, amigo de Unamuno y de Ortega y Gasset, en los años ‘30, para referirse a una reacción conservadora contra el desafío lírico que introducía la poesía modernista. En el mundo anglófono aparecerá recién en 1954, de la mano de Arnold Toynbee, al publicar éste el octavo volumen de su obra “Estudio de la Historia”, donde se refería a la “post-modern age” como a la época que se inició con la Guerra franco-prusiana. Esta época, que para el historiador inglés era esencialmente negativa, estaba marcada por “el auge de una clase obrera industrial en Occidente y, en el resto del mundo, el esfuerzo de las sucesivas intelligentsias por dominar los secretos de la modernidad y volverlos contra Occidente”. Ejemplos de esto eran el Japón del período Meiji, la Rusia Bolchevique y la China maoísta.


Como vemos, el término se origina en el ámbito de la poesía para después pasar, en el mundo anglosajón, a la historia. Luego se extendió a la sociología de la mano de Charles Wright Mills, para quien se acercaba el tiempo del fin del liberalismo y el socialismo, dando lugar a una sociedad posmoderna donde razón y libertad aparecían como elementos escindidos entre sí.

Charles Wright Mills


Recién va a aparecer en el campo de la filosofía en 1979, de la mano de Jean-François Lyotard, en su obra “La condición posmoderna”. Este filósofo francés va a definir a la posmodernidad como “un estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, la literatura y de las artes a partir del fin del siglo XIX”. La modernidad, para Lyotard, estaba caracterizada por la construcción de “metarrelatos”:


Emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las criaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir”.


Estos relatos funcionan como mitos, que legitiman y fundamentan las instituciones y las prácticas públicas, sociales y políticas. Pero, a diferencia de los mitos, su legitimidad no se dirige hacia el pasado, hacia un acto originario fundacional, sino hacia el futuro, hacia la realización de una Idea, de un proyecto de carácter universal. Estas ideas encuentran su argumentación en eso que llamamos filosofías de la historia, mediante la construcción de grandes relatos que ordenan los acontecimientos de acuerdo a la Idea que buscan legitimar.


Uno de los metarrelatos más característicos de la Modernidad es el del Progreso como motor de la historia, de carácter siempre lineal y ascendente. Desde un punto de vista histórico, y circunscribiéndonos sólo a este metarrelato, el fin de la Modernidad estaría atado a la ruptura de esa idea de progreso. Podemos reconocer tres momentos que podrían marcar esta ruptura (no hay un consenso general en las ciencias sociales respecto a la fecha de dicha ruptura): el fin de la Segunda Guerra Mundial, con el lanzamiento de las dos bombas atómicas, demostrando que el avance de la ciencia también puede llevar a la destrucción del hombre; los levantamientos de los Movimientos sociales de 1968, cuyos manifestantes no se levantan para tomar el poder, sino para pedir el reconocimientos de sus derechos civiles y para protestar contra la Guerra de Vietnam, que se presentaba como la demostración de que las potencias utilizaban las guerras civiles, muchas de ellas resultantes del proceso de descolonización, para transformarlas en escenarios donde se dirimía la disputa por el dominio ideológico (lo cual socavaba las bases políticas e ideológicas de las sociedades de ese período); y la caída del Muro de Berlín en 1989, que representa el “fin de la historia” y el auge del pensamiento único y, por lo tanto, la culminación del Progreso e, inevitablemente, su fin.


En este punto, no podemos dejar de mencionar la controversia de Lyotard con Jürgen Habermas. Para el filósofo alemán, la modernidad es un proyecto inacabado, que debe ser retomado, pues su legitimación es universal; este proyecto busca la superación de las identidades culturales particulares, para enlazar en una identidad cívica universal. Su fracaso ha sido determinado por su incapacidad de evitar que la totalidad de la vida se fragmente en “especialidades independientes abandonadas a la estrecha competencia de los expertos”, lo que profundiza la separación entre el discurso del conocimiento y el discurso de la ética y la política.

Habermas no era muy optimista con respecto a la posibilidad de lograr esa apropiación en el mundo actual, pero las escasas probabilidades no eran excusa suficiente para renunciar a esa tarea; pero Lyotard le cierra la puerta a toda posibilidad. Para el francés, la modernidad es un proyecto liquidado, destruido. Ya no es posible continuar organizando los acontecimientos de acuerdo a la idea de una historia universal de la humanidad. Los grandes relatos han caducado; lo cual no implica que ningún relato sea creíble, sino solo aquellos que tienen algún tipo de función “legitimante o legitimatoria”.


Por su parte, Zygmunt Bauman, con su propuesta de la “Modernidad líquida”, de la que se habló la semana anterior, ofrece una alternativa a la posmodernidad de Lyotard. Para terminar con esa sociedad de crisis permanente, incertidumbre, inseguridad, vulnerabilidad y relaciones humanas inconsistentes, Bauman ofrece dos alternativas: la conservadora, volver al mundo moderno; o la “propuesta progresista de la Revolución Verde, que nos pone a todos bajo la Ley del calentamiento global”.


Retomando la posmodernidad, su aparición estaba vinculada al surgimiento de eso que Alain Touraine definió como la “sociedad posindustrial”: una sociedad donde el conocimiento se había convertido en la principal fuerza económica de producción, relegando a un segundo lugar a la producción industrial. El problema es que, al transformarse al conocimiento en un producto, este se somete al criterio de productividad/efectividad que rige la sociedad capitalista. Por lo tanto, la producción de conocimiento se ve limitada al ámbito de la tecnociencia, pues este es el único tipo de conocimiento que le es útil a los dueños del capital.


Junto con esto, también se modifica la relación del hombre con la naturaleza. Los avances tecnológicos siempre estuvieron atados al anhelo del hombre de consolidar su dominio sobre la naturaleza; hoy, sin embargo, la tecnociencia parece haber adquirido una dinámica propia, atada a las necesidades de la reproductibilidad del sistema económico, lo cual no hace sino profundizar esa incertidumbre e inseguridad que, según Bauman, opera sobre los hombres.


Esta transformación del conocimiento en mercancía trae, como correlato, la transformación del saber en un factor fundamental en la lucha por el poder. En “La condición posmoderna”, Lyotard predice lo que hoy estamos viviendo como una disputa tecnológica entre China y los Estados Unidos:


En su forma de mercancía informacional indispensable para la potencia productiva, el saber ya es, y lo será aún más, un envite mayor, quizá el más importante, en la competición mundial por el poder. Igual que los Estados-naciones se han peleado para dominar territorios, después para dominar la disposición y explotación de materias primas y de mano de obra barata, es pensable que se peleen en el porvenir para dominar las informaciones. Así se abre un nuevo campo para las estrategias industriales y comerciales y para las estrategias militares y políticas”.


Al mismo tiempo, el conocimiento no es un monopolio de los Estados-nación, lo que explica la intervención de actores no estatales, como las empresas multinacionales, en esa lucha por el poder.


Retomando la cuestión del saber como mercancía, y para ya adentrarnos en el hombre posmoderno y la política, Lyotard afirma que esa transformación ha llevado a un empobrecimiento del saber. Román Moret lo sintetiza muy bien:


“La investigación se ha convertido en especulación (la investigación por la investigación, sin otro objetivo); la enseñanza en profesionalización (es decir, la formación de los que se destinan a formar); el Conocimiento en Información (a través de la vulgarización, mediante la cual se alcanza a un amplio público a cambio de una simplificación a ultranza). (...) Como consecuencia, el Conocimiento se ha vuelto cada vez menos accesible (...) [mientras] la Información ha inundado y saturado la sociedad actual. (...) Esa misma sociedad de la información es también una sociedad de la imagen, constantemente sometida a un flujo de imágenes que impactan en ella, puesto que la imagen es el mejor soporte para transmitir informaciones. De esta forma, un hecho que no tenga una representación visual no se concibe como real, mientras que por otro lado las imágenes convierten datos virtuales en acontecimientos reales, demostrables porque son visualizables”.


Centrémonos en la sociedad de la información y la imagen, que es la que determina gran parte de las características fundamentales del sujeto posmoderno. Uno de los que mejor ha explicado la transformación que este tipo de sociedad genera sobre el hombre ha sido el politólogo italiano Giovanni Sartori, en su libro “Homo Videns. La sociedad teledirigida”.


Para Sartori, la revolución multimedia, llámese internet, televisión, ciberespacio, u otros, ha “transformado al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns, para el cual la palabra está destronada por la imagen”.


La particularidad propia del homo sapiens, que lo separa del resto de los animales, es su capacidad simbólica; ésta se expresa en el lenguaje, esencialmente en la capacidad de comunicar a través de esos sonidos y signos que denominamos palabras. El homo sapiens es un animal parlante y que, además, es capaz de reflexionar sobre lo que dice. Un ejemplo de esta capacidad son los metarrelatos de los que hablaba Lyotard.


Los medios de comunicación - diarios, libros, teléfono y radio - siempre respetaron y se articularon alrededor de esa capacidad simbólica, hasta la llegada de la televisión:


“(...) En la televisión, el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar, en el sentido de que la voz del medio, o de un hablante, es secundaria, está en función de la imagen, comenta la imagen y, como consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico. Para él, las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que las cosas dichas con palabras. Y esto es un cambio radical de dirección, porque mientras que la capacidad simbólica distancia al homo sapiens del animal, el hecho de ver lo acerca a sus capacidades ancestrales, al género al que pertenece la especie del homo sapiens”.


Con la llegada de la computadora, la televisión puede que ya no sea el centro de la multimedialidad; pero lo que no se ha modificado es esa primacía de la imagen. Lo novedoso de la computadora es que introduce la realidad virtual, que representa una profundización de esa primacía de lo visual. Además, Sartori apunta que el sujeto de internet es un sujeto activo, se sumerge en la red en busca de algo, mientras que el sujeto de la televisión es un sujeto pasivo, que ve el contenido que los canales televisivos le proponen.


Pero, más allá de qué medio de comunicación es hoy el más importante o del carácter del sujeto, lo que destaca Sartori es la modificación que el “imperio de la imagen” genera sobre la relación entre entender y ver. En el caso del homo sapiens, el avance de su capacidad de entendimiento y de su saber está atado a su capacidad de abstracción: las palabras no son más que símbolos que representan, pero que muchas veces no tienen un correlato visible, que se pueda traducir en una imagen.


Y toda nuestra capacidad de administrar la realidad política, social y económica en la que vivimos, y a la que se somete la naturaleza del hombre, se fundamenta exclusivamente en un pensamiento conceptual que representa - para el ojo desnudo - entidades invisibles e inexistentes. (...) En síntesis, todo el saber del homo sapiens se desarrolla en la esfera de un mundus intelligibilis (de conceptos y de concepciones mentales) que no es en modo alguno el mundus sensibilis”.


La televisión rompe con este lenguaje abstracto, pues su fundamento está en la imagen, en el simple acto de ver. El lenguaje perceptivo sustituye al conceptual; al mismo tiempo, las imágenes de la televisión deben ser explicadas, y ahí ingresa la interpretación que se hace en la televisión. Dicha interpretación, como dice Perry Anderson:


Es la doxa de la posmodernidad que desciende de Lyotard. Desde el punto de vista intelectual, no tiene mucho interés: una mezcolanza poco exigente de nociones cuyo resultado final no es mucho más que un convencionalismo desdentado. Pero la circulación de las ideas por el cuerpo social no depende, por lo general, de su coherencia sino de su congruencia con los intereses materiales”.


Sin embargo, la influencia de los medios de comunicación audiovisuales no termina aquí. Llegamos ahora a la influencia que éstos ejercen sobre los adultos, a través de la “información”, sobre las cuestiones de la res pública. Sartori también resalta que la información no es lo mismo que el conocimiento, pues informar es proporcionar noticias, datos, y conocer es comprenderlos. Además, Sartori afirma que, con respecto a la información ligada a los problemas públicos, los medios de comunicación suelen “subinformar” o “desinformar”, pues el criterio de selección de las noticias está determinado sólo por aquello que puede ser capturado en imagen.


Por “subinformar”, Sartori entiende “una información totalmente insuficiente que empobrece demasiado la noticia que da, o bien el hecho de no informar, la pura y simple eliminación de nueve de cada diez noticias existentes; y por “desinformar”, entiende “una distorsión de la información: dar noticias falseadas que inducen a engaño al que las escucha”.


La razón de la efectividad de la manipulación de la información por parte de la televisión, según el mismo autor, está ligada a “la «fuerza de la veracidad» inherente a la imagen, [que] hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa”.


Ligado a esto, el politólogo italiano acuñó el término “vídeo-política” para hacer referencia a la incidencia del poder de la imagen sobre los procesos políticos, lo que transforma el cómo ser político y el cómo gestionar la política. “Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea”.


Partiendo del entendimiento de la democracia como un gobierno de opinión, la televisión condiciona, por un lado, el proceso electoral y, por el otro, las decisiones de gobierno.


En el caso del proceso electoral, y vinculado al cómo ser político, la televisión personaliza las elecciones, en el sentido de que lo central está en quién es el candidato, en su imagen frente a las cámaras, no en su discurso. De hecho, este aparece como extremadamente ambiguo, falto de definiciones, pues el objetivo es que, en ese discurso, cada grupo pueda encontrar lo que está buscando. Y si no me cree, remítase a las premisas de Durán Barba a los candidatos de Cambiemos para la campaña del 2015.


Vinculado con la idea de que cada grupo pueda encontrar lo que busca en el discurso del candidato, aparece el problema de la opinión pública. Si, para funcionar correctamente, la democracia representativa requiere que el público tenga opiniones propias, la pregunta que se hace Sartori es cómo constituir una opinión pública autónoma que sea verdaderamente del público; pues, cuanto más se abren las personas a flujos de información elaborados por otro/s, mayor es la probabilidad de que su opinión sea manipulada. El problema está en la autoridad de quién pronuncia una opinión en los medios de comunicación, ya que la televisión “ha destronado a los llamados líderes intermedios de opinión. (...) Con la televisión, la autoridad es la visión en sí misma, es la autoridad de la imagen”.


Y ligado a la opinión pública, llegamos a lo que podemos llamar “la tiranía de las encuestas o los sondeos de opinión”. Se argumenta que las encuestas son capaces de determinar los cambios que se están operando en una sociedad, por eso es común verlos como instrumento de apoyo de los conductores de los noticieros. Y, sin embargo, estas suelen fallar, pues las opiniones que recogen suelen ser débiles, volátiles, inventadas en el momento y que producen un efecto reflectante, es decir, una repetición de lo que se suele decir en la televisión. Ya ha sido probado que la forma en que se formulan las preguntas de la encuesta pueden modificar las respuestas de los encuestados, y que el encuestado, de forma frecuente, se siente “forzado” a dar una respuesta improvisada. Por lo tanto, sus resultados son falsos y, en consecuencia, inútiles para prever comportamientos electorales. De hecho, su mayor utilidad es que permiten visualizar la influencia de los medios sobre la opinión de una sociedad.


Y, a pesar de todo, y como señala Sartori, la sondeo-dependencia de los políticos suele ser cada vez más absoluta. Aquel que, pensando que la encuesta es un instrumento que revela la vox populi, deja que ésta fije su agenda, está tomando decisiones “sostenidas por simples «rumores», por opiniones débiles, deformadas, manipuladas, e incluso desinformadas. En definitiva, por opiniones ciegas”. Así, estas decisiones terminan por responder a los intereses de un grupo particular, que usa los sondeos para legitimar, bajo una apariencia democrática, esos intereses; lo que, a su vez, trae aparejado la erosión del apoyo popular de ese político, pues no responde a los reclamos de sus electores.


En esa fijación de agenda podemos visualizar también una erosión de la democracia; ya que, si los medios definen las opiniones y las prioridades de los problemas nacionales, así como lo que Iyengar y Kinder definieron como “priming”, que es “el poder de definir los criterios que informan la capacidad de enjuiciar”, ¿dónde queda la opinión del demos, ese “poder del pueblo” en el que se origina la legitimidad de la democracia?


Perry Anderson afirma que es la hora del fatalismo democrático:


¿Cómo podría ser de otro modo cuando la desigualdad social crece al mismo paso que la legalidad política y la impotencia cívica aumenta con los nuevos sufragios? Lo único que se mueve es el mercado, y lo hace a velocidad permanentemente acelerada, trastornando a su paso costumbres, estilos, comunidades y poblaciones”.


En nuestra opinión, lo que está en crisis no es la democracia en general, sino un tipo de democracia, la liberal, que limita la participación popular sólo al momento electoral; consumado el voto, se le pide al pueblo que confíe en los “tecnócratas”, que ellos saben qué es lo mejor para el país, como “el mejor equipo de los últimos 50 años”.


Frente a esto, hay, a priori, dos soluciones. Una abstención al momento de votar, como forma de protesta por la falta de respuesta a los problemas e intereses del electorado; el problema de esta solución es que termina llevando a un abandono de las cuestiones de la res pública por parte de la ciudadanía, a una democracia de baja intensidad que no modifica el estado de las cosas, pues los poderes concentrados continuarán con el mismo accionar; de hecho, esta opción les facilita la persecución de sus objetivos, porque no tienen que rendir cuentas ante nadie.


La otra opción es, por el contrario, un mayor involucramiento de la ciudadanía en la política, exigiendo una ampliación de las instancias de participación, para que excedan lo estrictamente electoral, introduciendo elementos propios de la democracia directa. También debería venir acompañado por una mayor descentralización de las políticas públicas, hacia el nivel municipal o incluso barrial, porque esto permitirá dar una respuesta mucho más eficiente a los problemas específicos de cada colectivo social. Así se construirá una democracia de alta intensidad, donde el mayor involucramiento ciudadano permitirá a esta adquirir una mejor comprensión de los problemas que aquejan a su realidad social en particular, y al país en su conjunto, construyendo una opinión propia, extraída de la praxis, que solucionaría el problema de la opinión pública que planteaba Sartori. Por todo esto, es que esta segunda solución es nuestra opción.

Bibliografía

Anderson, Perry (1998). Los orígenes de la posmodernidad. Barcelona, España: Anagrama.


Lyotard, Jean-Francois (1987). La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona, España: Gedisa.


Lyotard, Jean-Francois (1987). La condición posmoderna. Madrid, España: Cátedra.


Moret, Román (2012). "La Posmodernidad: intento de aproximación desde la Historia del pensamiento". Bajo Palabra, Revista de Filosofía, ÉPOCA Nº II (7), pp. 339-348.


Sartori, Giovanni (1998). Homo Videns. La sociedad teledirigida. Buenos Aires, Argentina: Taurus.

 
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