Por Silvano Pascuzzo
De la Hegemonía Burguesa a la de las Corporaciones
Los pensadores socialistas del siglo XIX tendían a centrar sus reflexiones sobre el Capitalismo alrededor de la llamada “cuestión social”. Cuando aludían a los pobres y a la pobreza, lo hacían teniendo en cuenta que, ambos, eran el producto de la explotación del trabajo humano y la baja productividad del mismo.
La fábrica y la empresa comercial eran los elementos básicos de su análisis económico, no diferenciándose en ello de los clásicos. Después de todo, el sistema que describían y cuestionaban, era esencialmente el mismo. Pero desde 1870, como bien lo ha destacado el historiador Eric Hobsbawm (1917-2012), el Capitalismo comenzó una enorme mutación tecnológica y organizacional, cuyo punto culminante fue alcanzado en torno a la segunda década del siglo XX; momento descrito de modo brillante, por Vladimir Ilich Ulianov (Lenin) (1870-1922), en su panfleto ya clásico: “Imperialismo, Fase Superior del Capitalismo”. Nada iba, a partir de ese momento, a ser como antes.
Entres las alambradas y fosos de Verdún y del Somme, quedarían enterradas para siempre las aspiraciones de una generación y, junto con ellas, la utopía del individualismo atomístico, el Progreso y la construcción de un Mercado Global, sin barreras y sin obstrucciones a la circulación de bienes y servicios.
Ese nuevo Capitalismo tenía dos características que lo distinguían del anterior. Por un lado, la empresa ya no era el producto de la iniciativa de individuos talentosos y emprendedores; sino el espacio organizacional en el que el capital financiero invertía sus recursos en busca de utilidades. Bancos y corporaciones iban a sustituir a la pequeña empresa de alfileres de Adam Smith (1723-1790). Por el otro, la emergencia de un universo de consumidores cada día más amplio, terminaría generando en la Economía cambios sustanciales e irreversibles: la escasez – ese fantasma que atormentaba a los pueblos de Europa en los siglos anteriores – iba a ser sustituida por la abundancia; la estabilidad de los precios por la inflación; y la Libertad por la regulación pública y privada de los mercados. Thomas R Malthus (1766-1834) y David Ricardo (1772-1823) empezaban a estar obsoletos.
El problema de la Economía del siglo XX iba pues a ser la irrupción de las masas en el sistema de acumulación, como un actor activo y organizado. La Propiedad y el Consumo, hasta entonces patrimonio de unos pocos, iban a convertirse en “derechos universales” y, en consecuencia, en aspiraciones colectivas de millones. La élite y su hegemonía sobre el conjunto social, iniciaban un retroceso sin precedentes, a manos de la Democracia, el Estado y la Igualdad. El Capitalismo, en una de sus paradojales cabriolas, se adaptaba a sus inherentes contradicciones, ofreciendo a sus otrora enemigos, un espacio bajo el Sol.
El Estado de Bienestar iba a ser, pues, la consecuencia natural. Y, como bien lo resaltara el economista más importante del siglo XX, John M. Keynes (1883-1946), se iba a constituir en la condición esencial de su desarrollo futuro.
Ahora, la propiedad, el consumo y el goce deberían difundirse y expandirse, para que un ciclo virtuoso de demanda constante y ascendente pusiera fin a las crisis cíclicas del sistema, dando previsibilidad y sustento de largo plazo. Nunca más las restricciones al consumo, el gasto y las regulaciones iban a funcionar correctamente en la práctica. El Liberalismo Ortodoxo sería, desde entonces, no sólo una ideología anacrónica, sino incluso reaccionaria.
El Liberalismo – como lo hemos resaltado ya en otras ocasiones – adolece de un mal crónico e irreparable: la distancia entre sus postulados – surgidos en un mundo ya muerto – y la realidad. No funciona, porque no puede hacerlo. Los contextos de los que hablaban sus teóricos y los elementos en que se apoyaban, han sido arrasados por sucesivas revoluciones tecnológicas y por dos guerras mundiales. Acaso Karl Marx (1818-1883) lo predijera con enorme clarividencia, al anunciar que el Capitalismo tenía la virtud de derribar las barreras que él mismo había erigido en el pesado. En una palabra, podía auto depurarse y transformarse con enorme facilidad.
Los problemas que hoy enfrentamos son otros. La Historia se mueve con ritmos diversos y velocidades cambiantes, como lo demostrara de modo irrefutable Fernand Braudel (1902-1985). La hegemonía de las finanzas y las grandes corporaciones; el Imperialismo; requiere de los analistas y, fundamentalmente, de la Política, otros diagnósticos y otras respuestas. Mirar el mundo globalizado de hoy induce, a quiénes no confundimos deseos con realidad, a plantearnos el desafío de encarar los problemas del endeudamiento, la inflación y las crisis con inteligencia y sentido crítico. El Individualismo, como esquema de análisis, está muerto; porque el mundo es un mundo de procesos colectivos e interacciones constantes, en el que la Libertad es usada como instrumento de dominación, en medio de pulsiones crecientes hacia la Igualdad.