Por Silvano Pascuzzo
Fue Maximilien De Robespierre (1758-1794), quien mejor sintetizó el conflicto que se encontraba detrás de los hechos de Julio de 1789, al escribir desde Versalles, a un amigo de Arras, lo siguiente:
“La violencia de éstos días, no es algo casual. Es la manifestación de siglos de despojos y arbitrariedades, de injusticias y despotismo; en contra del Pueblo y a favor de los privilegiados, que en su egoísmo y ampulosa irresponsabilidad, han puesto a la Patria en peligro”.
La honesta reflexión de un abogado, joven e inteligente, que todavía no era ni el jefe de los jacobinos, ni la “encarnación” de la Libertad y la Igualdad.
Siempre he guardado por este hombre, una enorme admiración, que lleva implícita, naturalmente, mi honda repugnancia por todos, o casi todos sus enemigos; pasados y presentes. Las grandes figuras de la Historia – y Maxime fue una de ellas – polarizan e interpelan nuestras convicciones, obligándonos a tomar partido. No existe la neutralidad valorativa, ni la objetividad; sólo la disimulación cobarde y en el fondo, éticamente reprochable, de las propias opiniones, detrás de una máscara de aséptica presidencia.
Desde sus años juveniles, Robespierre fue un individuo atípico. Serio, estudioso, grave; combinó la solidez de carácter, con una elocuencia y unas dotes oratorias, dignas de un tribuno romano. Por ser un producto de la Francia provinciana, fronteriza, y un heredero de la tradición intelectual de la burguesía de las ciudades del Norte; sorprendió gratamente a casi todos sus profesores del Colegio Louis-le-Grand, de París; entonces parte del complejo de la Universidad de La Sorbonne, al otro lado del Sena; más allá de Notre Dame, con su rápida comprensión de los problemas teológicos y doctrinales.
Gallardo y pulcro, de baja estatura y aspecto felino, el joven abogado de Arras llegó a Versalles en 1789, luego de una intensa campaña electoral en contra de los privilegiados de Artois, a los que supo enfrentar en Asambleas y reuniones multitudinarias, en esos meses agitados del invierno de 1788 y 1789, en los que se jugaba el destino de la Nación. Arribó a Versalles, a la reunión de los estamentos del Reino, ya convencido de dos cosas: que los aristócratas y burgueses ricos eran la causa de todas las desventuras de los franceses; y que la Corona debía ser puesta ante el dilema de elegir: o estaba a favor del Pueblo o se alineaba con los Notables, en su lucha secular contra las masas campesinas y urbanas.
Y fue esa convicción profunda lo que lo convirtió, en pocos meses, en la figura más importante de la Revolución; en el “Incorruptible”; en el Jefe indiscutido de la izquierda parlamentaria; y en el juez de los destinos del país, en sus horas más críticas. Esa falta de dudas, esa determinación, salvaron el proceso revolucionario y le permitieron enfrentar y vencer, a todos los Reyes absolutos de Europa, en una lucha heroica e inmortal. Con temor y dudas, la victoria no hubiese sido posible, y el Mundo tendría hoy un rostro mucho más oscuro y horrible, sin dudas, que el que ya tiene.
Siempre desconfió nuestro tribuno, de la irreligiosidad aristocrática de los ilustrados; y del “ideologismo” elitista, de los Philosophes. Era demasiado adicto a la observación atenta de los hechos sociales, como para dejar seducirse por los círculos de los salones, a los que nunca fue ni afecto ni asiduo concurrente. Como uno de sus más sagaces biógrafos ha destacado con acierto, pesaron en él mucho más, sus recuerdos juveniles de Arras y París, de las calles abarrotadas de trabajadores y campesinos, de hombres y mujeres menesterosos y hambrientos, luchando por subsistir, en un mundo en el que la Desigualdad era un hecho evidente y cruelmente sancionado por la costumbre y las tradiciones.
Las críticas de las derechas y los liberales progresistas nunca me han resultado creíbles. Su rechazo del “Terror” y la “Guillotina”, se acaba cuando la víctima es el propio objeto de sus reproches. La Revolución fue cruel y despiadada, como todas las revoluciones; exigió un tributo de sangre enorme y produjo, no hay dudas, muchas injusticias; pero eliminó la Monarquía Absoluta, inició el largo camino hacia la Igualdad de oportunidades para todos y liquidó, en los reglamentos y en las leyes, los privilegios ancestrales de las minorías aristocráticas.
En un mundo dominado por los relativismos, las ambigüedades y la temerosa idea de que si tenemos convicciones firmes, incurrimos en una falta reprochable; una figura como la de Maxime, no tiene buena prensa. Pero son los hombres cómo él, convencidos, íntegros y contradictorios en su inocultable coherencia, los que ponen en marcha – siempre – las ruedas de la Historia; y no los comedidos representantes de la sabiduría convencional, las buenas costumbres y la repetición cansina de la vulgar obviedad del pragmatismo.
Repensar su vida y su figura, puede ser un desafío fascinante, en épocas como esta; de crisis global y de dilución de valores. Robespierre se yergue, al menos para algunos de nosotros, como la encarnación de la voluntad y de la militancia; de la rebelión contra la injusticia y del Patriotismo Popular y la Democracia Social. Pensamos como Bonaparte (1769-1821) cuando dijo de él en su exilio de Santa Elena:
“Maximilien fue un Gran Hombre; aún en sus grandes equivocaciones. No tuvo dudas sobre la Justicia de su causa, y su grandeza se levanta victoriosa, por contrastación con sus enemigos, pérfidos y cobardes. Salvó a Francia en el momento de mayor peligro, y a la Revolución, como unión sagrada de los franceses en su lucha contra los reyes de Europa. Sus adversarios, fueron también los míos”.
No es posible, un homenaje mejor.