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Pueblos y élites en la gestación de la Sudamérica Independiente

Por Jorge Osvaldo Furman


El siguiente artículo fue revisado y editado por nuestro director, a partir del texto completo del Prólogo al libro de Jorge Osvaldo Furman, Luis Brajterman, Néstor Legnani, Hugo Pomposo y Daniel Osvaldo Rossano. La República Representativa, la Legitimidad y el Sistema Democrático. Biblioteca Política Argentina, Centro Editor de América Latina (CEAL); Buenos Aires, Argentina; 1993.

El nacimiento de los Estados nacionales en la América al Sur del Río Bravo, obedece al resquebrajamiento del Imperio Español, con la particular excepción del Brasil. Indudablemente, tal resquebrajamiento, más que responder a causas endógenas, fue el resultado de la tremenda conmoción que sacude a Europa a fines del siglo XVIII. La Revolución Francesa de 1789 y sus consecuencias provocan una ruptura profunda en el orden dinástico continental. La Europa dieciochesca estalla, y sus ondas alcanzan y penetran en la América colonial.

Lo que hasta el momento era un mundo político poblado por reinos e imperios - Estados Unidos era un caso único y aislado – un “continuum” histórico conocido y aceptado, deja paso a una época de violencia y caos, creación e imaginación. La conversión del orden en un profundo desorden, la transformación de la continuidad en una ruptura drástica, atrapa a los reinos de España, los conmueve a sus cimientos, pulveriza una política construida a través de los siglos.

En pocos años, iba a quedar pulverizado el largo y meticuloso trabajo peninsular que significó la conquista y la colonización; en pocos años, el vasto territorio americano – propiedad personal del rey castellano – es un campo experimental de la fórmula nacida en el París revolucionario: el Estado Nación. Y gracias a ello, durante décadas, las élites coloniales, ahora autónomas, ensayaron diferentes y harto frecuente contradictorios sistemas de poder, que intentan canalizar conflictos, integrar intereses regionales, obtener un relativo consenso de los pueblos y, a la vez, permitir a las sociedades un lugar en el concierto internacional.

Tarea ímproba y dificultosa para los americanos es la misión de concretar, en un módulo posible, la construcción del Estado. Pero ello, en el caso del subcontinente, no sólo explicita la vocación de ser libres en el plano internacional. Así, los grupos dirigentes se encuentran ante el doble objetivo de establecer, a partir del ocaso dinástico español, una Nación donde el Estado garantice, promueva y conserve el ejercicio de la Libertad del Individuo.

De esta manera, en éstas circunstancias, América asoma a la Modernidad. Manera y circunstancias que establecen, desde el vamos, un conjunto de características, una base de elementos permanentes que condicionarán el devenir del Hemisferio.

Junto a las élites, pero por debajo de ellas, estaban los pueblos. Las primeras, arrogándose la facultad de conducción y dirección, otorgándose naturalmente la calidad de autoridad por su fortuna y luces. Los segundos, silenciosos hasta ayer, irrumpen vertiginosamente en la arena política; peticionan, exigen, en una palabra, todo lo trastocan. Es así que se dan dos realidades en el marco incipiente de la nacionalidad en gestación: a. la de la élite, que entiende la disolución del viejo orden como un cambio político que permite la ampliación y consolidación de la Libertad económica, dejando intacta la estructura social heredada. Por lo tanto, el orden de reemplazo debe justificarse a partir del respeto al sistema económico social colonial; excepto su dependencia y su control por las autoridades peninsulares. La Libertad pregonada en términos hispanoamericanos, la Libertad de Comercio; el resto solo merece ciertos retoques; b. la de los pueblos, que entienden la disolución del viejo orden como un cambio revolucionario profundo, donde el orden de reemplazo debe justificarse a partir del reinado de la Igualdad. No es extraño que las minorías ilustradas y poseedoras se proclamen liberales en su visión del Mundo; y conservadoras y autoritarias en su visión de los pueblos, espontáneamente democráticos y, por la reacción, anárquicos.


América recorrerá un áspero y rico sendero, envuelto en una tensión permanente, insoslayable, y muchas veces dicotómica, entre la Libertad anunciada por las minorías y la Igualdad reclamada por los pueblos. Los primeros años de la Independencia serán escenario de proyectos políticos que intentan aprehender un orden legítimo, que reemplace el dinástico peninsular, orden que implique la vigencia de una autoridad acatada. Orden y autoridad serán – así lo creen las minorías rectoras – el basamento imprescindible que aclare un progreso deseable.

Sobre el tema que estamos analizando, por ejemplo, el ex Virreinato del Río de la Plata, a partir de 1810, y en el escaso tiempo de dieciséis años, ofrece una sucesión caótica de esbozos políticos: juntas, triunviratos, directorio, gobernaciones autónomas y presidencia coronan la intención fallida de encuadrar un Estado Nación; y constatar, en su fragilidad y disolución, el fracaso de algún orden, el imperio de la anarquía, la lucha sin fin y sin objeto entre las facciones.

En una palabra, dichos años demostrarán la imposibilidad de alcanzar una efectiva reducción a la unidad política. El choque brutal y directo de la minoría rectora y el Pueblo, es la confrontación social que expresan, en lenguaje ideológico, los liberales por un lado y los caudillos por el otro. Junto con la emergencia de tensiones regionales, del Puerto con el Interior; o dentro mismo de cada región, entre ciudades y campañas.


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