Por Jorge Osvaldo Furman
El siguiente artículo fue revisado y editado por nuestro director, a partir del texto completo del Prólogo al libro de Jorge Osvaldo Furman, Luis Brajterman, Néstor Legnani, Hugo Pomposo y Daniel Osvaldo Rossano. La República Representativa, la Legitimidad y el Sistema Democrático. Biblioteca Política Argentina, Centro Editor de América Latina (CEAL); Buenos Aires, Argentina; 1993.
La Revolución del 26 de Julio, más que pertenecer al siglo XIX, inauguró en la Argentina la problemática económica del país, durante el siglo XX. Los acontecimientos del Parque, por sobre las vicisitudes de la confrontación armada, muestran simultáneamente un doble andarivel analítico. Formada la Nación Estado, homogeneizada la clase social dominante, el camino de la modernización plasmaba la República Posible, en el marco de una economía vulnerable al Capitalismo internacional, y articulada en base a una autoridad impuesta y una legitimidad conflictiva.
Julio Argentino Roca fue, por entonces, el exponente y el ejecutor de una concepción de la República que decía gobernar para todos, pero que, en la realidad de los hechos, monopolizaba la participación política en muy pocas manos, la de los “notables”; por considerar que la sociedad civil estaba mal cimentada. Ello obligaba a desarrollar una estrategia específica, que tenía objetivos pero que, al mismo tiempo, guardaba el secreto en torno a tiempos y plazos. Poco antes de morir, retirado del poder formal y del real, en 1914, durante una conversación con Joaquín de Vedia, el general reflexionando en voz alta, dijo:
“Todos los gobiernos del país han sido electores. Unos han dirigido, sencillamente, y otros han maniobrado; y esa es la diferencia esencial, pues buscaban defender dos cosas esenciales, que juzgaban en peligro: el principio de autoridad y la unidad nacional, contra las fuerzas latentes de la anarquía y la disolución”.
Si la existencia del Estado significaba un principio de “reducción a la unidad”, y si su implementación en la sociedad se traducía como un juego que integraba los particularismos y los espacios geográficos, dominando, penetrando, sometiendo y privilegiando intereses y valores; la tarea de la autoridad se realizaba por la fuerza o por el consenso, según las circunstancias. Roca no dudaba de la singularidad de la Argentina en éste punto, posponiendo toda otra consideración, en beneficio de la Paz y del Orden. Sarcásticamente, en plena euforia democrática – a dos años de la aprobación de la Ley de Sufragio Universal, Secreto y Obligatorio de 1912 – advertía: “Ya veremos en qué se convierte el sufragio libre, cuando la violencia vuelva a amagar”.
Paradojalmente, el abanico de medidas que permitieron salvar al Régimen en 1890, agudizaron las contradicciones ideológicas y agotaron la estructura política surgida de las jornadas de 1880. El saneamiento de las finanzas públicas, el control del crédito y el cumplimiento de las obligaciones internacionales; restablecieron el circuito productivo y consolidaron la inserción nacional en el Mundo, renovando un ciclo de aumento sostenido de la inmigración y la importación de capitales foráneos.
El retorno rápido a la senda del progreso – profundizando la concentración de la propiedad y la dependencia a los vaivenes del Capitalismo Global – hace carne en los hombres más lúcidos de la época. Ya no son los ilustres ancianos, verbigracia: Bartolomé Mitre o Vicente Fidel López, los impugnadores del Estado Elector; sino que, desde las entrañas del mismo sistema político, se levantan palabras admonitorias, que desnudan la realidad. Muy tempranamente, colocándose a la vanguardia, en primera fila, Roque Sáenz Peña reclamaba cambios y reformas, haciendo denuncias contra la hegemonía de Roca y sus acólitos, fundando el Partido Modernista.
A comienzos de 1900, al término de la Segunda Presidencia del General tucumano (1898-1904), Carlos Pellegrini se comportará como el más implacable de los fiscales del Régimen. En carta fechada el 24 de marzo de 1905, desde París, éste escribe:
“Debemos organizar una verdadera fuerza política disciplinada y con un propósito fijo. Es decir, un Partido con su bandera. Dicha bandera está hoy clara y netamente indicada: el establecimiento del gobierno representativo; lo que tenemos que pedir y exigir al Gobierno, es que respete los derechos fundamentales del ciudadano”.
Y será justamente durante la Presidencia de José Figueroa Alcorta (1906-1910), cordobés y juarista en su juventud, cuando se iniciaría el desarme definitivo del aparato construido por Roca. La intervención federal, funcionará como el instrumento útil para establecer los hitos que facilitarían la maniobra de imponer a un sucesor, que sintetizaría, en su persona, todo un programa: el mismo Roque Sáenz Peña. La clausura del Congreso – en 1908 – , la domesticación de las anárquicas facciones del Régimen, ambas medidas conjugadas a un mismo fin, la muerte política de la estructura roquista, abrían al fin un nuevo tiempo en la República.
Ciertamente, las paralelas iban a tocarse, pues los disidentes del agónico PAN coincidirían con los partidos opositores al oficialismo: la Unión Cívica Radical – fundada en 1891 – y el Partido Socialista – nacido en 1896 – , en la necesidad de realizar cambios profundos. Unos, intentarán hacerlos desde el poder, en medio de un país en crecimiento, complejo, transitado por signos evidentes de modernización. Otros, bajo la impresión de que la victoria se encontraba a la vuelta de la esquina.
Principalmente serán los radicales, conducidos por Hipólito Yrigoyen, los que luego de apelar a nuevos alzamientos armados – en 1893 y 1905 – y a una larga abstención; los que se dispondrán, con método y energía, a la construcción de una maquinaria electoral de alcance nacional, que a la postre terminará siendo verdaderamente invencible.
Esos avatares, serán acompañados por la aparición de una clase obrera inspirada en las utopías del Anarquismo y, en menor medida, por los programas socialistas; que dá a luz sindicatos, cooperativas, club barriales y mutuales de consumo y ahorro, que revolucionan ciertas geografías y les imprimen un nuevo y bullicioso rostro; obligando al Régimen a ensayar una gimnasia represiva brutal y desgastante.
Sinuosamente entonces, recorriendo un camino áspero, los autores del ocaso roquista iban a encontrar, en el jefe del radicalismo, un interlocutor difícil, pero imprescindible, para llevar a buen puerto la transición. Las entrevistas entre Roque Sáenz Peña e Yrigoyen dibujaban, en líneas precisas, un bosquejo de Reforma Electoral, traducibles jurídicamente en una Ley, sancionada en febrero de 1912. El líder de la UCR podrá, en medio de ese clima novedoso, algunos puntos clave: voto secreto, obligatorio y universal, para todos los varones mayores de edad, nacidos en el país o naturalizados; registros electorales confeccionados en base a los padrones militares; control de los comicios por una autoridad independiente del Poder Ejecutivo; y establecimiento de un sistema de lista incompleta, en el cual la mayoría obtuviera los dos tercios de los cargos en disputa, y la minoría el tercio restante.
Esas demandas, que expresaban el sentir de la sociedad en su conjunto, serían prontamente aceptadas e implementadas por el Presidente Sáenz Peña; a pesar del desagrado opositor por el uso indiscriminado de las intervenciones federales, y la vocación, según palabras de Don Hipólito: “de no restablecer las soberanías que pertenecen a los pueblos y no a los gobiernos”. Una modificación de los estatutos legales de las provincias, prometida pero nunca cumplida, por los gobernadores adictos al oficialismo.
Apenas aprobada la Ley, será pues la Provincia de Santa Fe – intervenida desde el año anterior – el campo experimental de su aplicación. Allí se debía elegir Gobernador el día 31 de marzo de 1912, y diputados nacionales el 7 de abril. En la primera competencia electoral se usarían leyes locales; en la segunda, nacionales. Los resultados comparativos iban a mostrar una participación mayor en los comicios a diputados, pues en pocos días de diferencia, y usando el mismo padrón, los votantes habían pasado del 59% al 75% de los ciudadanos inscriptos. Además, dicho crecimiento se encontraba canalizado por la UCR, que pasaba de 23.501 votos a 36.756.
Los mismos efectos se irían viendo en los años posteriores en todo el país, con crecimientos enormes en la participación ciudadana y en el apoyo al Radicalismo, desde Jujuy a Buenos Aires, y desde Corrientes a Mendoza. La Argentina, con 7.704.383 habitantes según el censo de 1914, marchaba así serenamente hacia la República Verdadera; en medio de la promesa de armonización entre Orden y Participación Popular, combinando Progreso material con libertades civiles e igualdad política.
Por un lapso histórico de dieciocho años, la autoridad descansará en el consenso y en los valores y procedimientos de una Democracia en gestación. Lo que muchos pensadores y políticos señalaban con esperanza como una solución definitiva a los conflictos internos, se iba a transformar – trágicamente – en un mero interregno, entre la etapa aristocrática – u oligárquica – y una versión degradante y corrupta del Orden Liberal. Pero esa sería, claramente, otra Historia.