Por Lautaro Garcia Lucchesi
La persistencia de elevados niveles de desigualdad es uno de los problemas que han vuelto a tomar fuerza con esta pandemia. Aunque el debate ya había sido retomado en el último tiempo, luego de haber sido suprimido a partir de la década de los ‘80, la crisis del 2008 y la pandemia volvieron a ponerlo en el centro de la escena. Las diferencias tanto en el acceso a la salud como a la calidad de ésta son, hoy, inocultables; el 1% de las personas concentran más riqueza que el 60% de las personas del planeta, lo que configura una asimetría en el acceso a un derecho humano fundamental, como es el acceso a la salud, privatizado en muchas partes del mundo a partir de la revolución neoconservadora.
Pero tampoco debemos engañarnos. El conflicto entre los ideales de libertad e igualdad no son para nada nuevos. Todas las sociedades a lo largo de la historia han formulado su propio modelo para congeniar ambos conceptos. Pero con la llegada de la sociedad industrial, la cuestión cambió. La brecha tanto entre personas ricas y pobres como entre países desarrollados y subdesarrollados comenzó una ampliación de la brecha sin precedentes. Frente a ello, algunos han propuesto un cambio de modelo, con mayor justicia y equidad, mientras otros han justificado la continuidad de esta brecha, con argumentos que distan mucho de ser sólidos.
Como lo indica el título del artículo, intentaremos analizar brevemente cuatro visiones distintas sobre la desigualdad, sus orígenes y sus fundamentos; para ello, nos enfocaremos en tres pensadores modernos: Jean Jacques Rousseau, Herbert Spencer y Karl Marx; y un contemporáneo, Thomas Piketty.
Iniciemos con Spencer, por su visión disidente respecto de la desigualdad con los otros autores. Proveniente de una familia de clérigos disidentes, anti establishment, que apoyaban la desaparición de los lazos entre Iglesia y Estado, este pensador inglés fue muy influenciado por su padre y su tío, quienes estuvieron a cargo de su educación. Ambos eran autodidactas, al igual que lo sería él, y estaban cautivados por el racionalismo científico. Por esta razón, el foco de su educación inicial estuvo puesto en las ciencias naturales y, particularmente, en la biología. Llegado a la adolescencia, su tío intentó introducirlo en una formación más clásica, algo que Spencer, en su fase de rebeldía, rechazaría. Esta educación recibida sería fundamental para el pensamiento de Spencer.
Conocido por ser el padre del darwinismo social, donde la teoría de la evolución de las especies de Darwin se traslada al ámbito de la sociedad humana, sólo suele conocerse de él, la lamentable célebre frase de “la supervivencia del más apto”. Pocos se atreven a leerlo (y con justa razón). Profundicemos un poco su pensamiento, que dista mucho de ser sólo una célebre frase.
En 1851 publica su primer obra, “Social statics”, ocho años antes de que Darwin publicara “El origen de las especies”; de esta obra sale su polémica frase. En este, Spencer afirma que, así como los animales carnívoros eliminan de los rebaños de herbívoros a los viejos, a los enfermos, a los mal conformados y a los menos ágiles y fuertes, evitando, mediante este proceso depurativo, todos los vicios de la raza y su multiplicación, y asegurando la supervivencia de aquellos más adaptados al medio; los seres humanos deberían imitar este proceso, porque “el desenvolvimiento de los seres superiores es un progreso hacia una forma de vida susceptible de una felicidad no limitada por estos obstáculos”. Y redobla la apuesta
aún más:
“(La raza humana) debe desenvolver su poder de aplicación, modificar su inteligencia en relación con las nuevas tareas que le esperan, y sobre todo, poseer habilidad para sacrificar pequeñas satisfacciones inmediatas ante la perspectiva de otras mayores, aunque remotas. El estado de transición no será, por supuesto, feliz (...) Todos estos males que nos afligen y que parecen a los ignorantes consecuencia clara de esta o aquella causa fácil de eliminar, son la secuela inevitable de la adaptación ahora en curso. La humanidad está siendo comprimida contra las necesidades inexorables de su nueva posición, está siendo moldeada de acuerdo con ellas y tiene que soportar lo mejor que pueda los resultados adversos. Debemos sufrir el proceso y aguantar los sufrimientos”.
Asimismo, la intervención humana para mitigar parte de ese sufrimiento es totalmente innecesaria, porque esta intervención implicaría ir contra la naturaleza, y esto sólo puede multiplicar el sufrimiento. Además, de intervenir, la acción humana sólo provocaría que los menos aptos sobreviviesen en un medio para el cual no están adaptados y, por lo tanto, destinados a desaparecer. Insistir en su supervivencia es insistir en su sufrimiento.
Pero esto no es todo. Lejos de arrepentirse, en 1884 Spencer publica “The Man Versus the State” y ratifica su pensamiento. En esta obra afirma que:
“El tercio de siglo transcurrido desde que se publicaron estas páginas (por “Social statics”) no ha dado motivo para que me retracte de la posición que adopté. Por el contrario, las ha confirmado de manera evidente. Los favorables resultados de la supervivencia de los más aptos se ha demostrado que son mucho mayores de lo que yo indicaba. El proceso de la selección natural, como lo llama Mr. Darwin, cooperando con la tendencia a la variación y a la herencia de las variaciones, ha mostrado ser la causa principal (aunque yo no creo que la única) de esa evolución por la que todos los seres vivientes, comenzando por los más bajos, y desarrollándose en direcciones distintas a medida que evolucionan, han alcanzado su actual estado de organización y de adaptación a sus formas de vida”.
Pero “The Man Versus the State” es aún peor de lo que se puede imaginar. Sólo voy a citar un fragmento, para graficar el desprecio por el pobre/débil que tenía Spencer:
“Cuando se toma un coche en una calle de Londres, es sorprendente observar con cuánta frecuencia es abierta la puerta por un hombre que espera ganar algo por su molestia. La sorpresa disminuye, si vemos el gran número de desocupados alrededor de las tabernas y la multitud de vagos que atrae cualquier procesión, o representación callejera (...) No tienen trabajo, me dirán. Dígase más bien que no quieren trabajar o que lo abandonan tan pronto como lo empiezan. Son sencillamente parásitos que, de un modo u otro, viven a expensas de la sociedad (...) ¿Es natural que la felicidad sea el premio de tales gentes, o es natural que atraigan la desgracia sobre sí mismos y cuantos los rodean? ¿No es evidente que debe haber entre nosotros una gran cantidad de miseria que es el resultado normal de la mala conducta y de la que nunca debía separarse? Existe el concepto, que siempre prevalece más o menos y que hoy se vocifera, de que todo sufrimiento social puede remediarse y que el deber de todos es remediarlo. Ambas creencias son falsas”.
Con respecto al rol de las mujeres, en 1891 Spencer escribe “From Freedom to Bondage”, donde proclama lo siguiente:
“Si repasamos el trato a las mujeres en tiempos primitivos, cuando realizaban todas las faenas y después de que comían los hombres recibían la comida que quedaba, hasta la Edad Media en que servían las comidas a los hombres, a nuestros días donde en nuestras disposiciones sociales las quejas de las mujeres se ponen siempre por delante, vemos que el peor trato va de la mano de la menor conciencia aparente de que el trato fuera malo; mientras que ahora, que se les trata mejor que nunca, la proclamación de sus quejas se fortalece cada día”.
Con esto ha quedado claro lo que implicaba la doctrina del darwinismo social de Spencer. No es de extrañar que esta pensamiento haya terminado por penetrar en la retórica del nazismo. Aunque también refleja una contradicción interna en su argumento evolutivo, pues deja de lado la característica humana, ya advertida por Descartes, que lo diferencia del resto de los animales: la razón; esta es la que nos permite, entre otras cosas, ser conscientes de las consecuencias de nuestros actos, lo cual nos permite adoptar una actitud preventiva, por ejemplo, contra esa miseria que Spencer considera natural. Por lo que podríamos decir que el darwinismo social parte de la igualación del hombre con el resto de los animales. Pero el pensamiento spenceriano tiene otra pata: la defensa del capitalismo laissez-faire.
Para la defensa de éste, vuelve a introducir elementos de la biología. Spencer afirma que la supervivencia de una especie superior depende de dos principios opuestos: deben ser tratados de forma diferente en su infancia y en su etapa adulta. Las criaturas de especies superiores suelen tardar en alcanzar su madurez. Por eso, los padres deben ayudar al infante en razón inversa de su destreza o fortaleza. En esta etapa, no se puede ayudar a los niños de acuerdo a su mérito o a los beneficios de sus cualidades porque, de hacerlo, la especie desaparecería. Pero, a medida que va creciendo, los padres deben reducir la ayuda que le proporcionan al niño, hasta que éste sea capaz de sustentarse a sí mismo.
Ahora, ¿qué pasa cuando el niño, ya adulto, se integra a la sociedad como miembro pleno? Según Spencer, sucede lo siguiente: “Ahora entra en juego un principio que es opuesto al descrito anteriormente. Durante el resto de su vida, cada adulto consigue beneficios en proporción a su mérito; recompensas en proporción a sus cualidades. Por cualidades y méritos se entiende la habilidad para satisfacer todas las necesidades de la vida: conseguir alimento, asegurarse refugio y escapar de los enemigos. En competencia con los miembros de su propia especie y en antagonismo con los de otras, degenera y sucumbe, o prospera y se multiplica, según esté dotado”.
Es la meritocracia en su máxima expresión. Spencer sabe que este sistema termina por engendrar miseria entre los hombres. Pero afirma que ésta es temporal, pues toda evolución implica un proceso de transición. Con el transcurso del tiempo, este capitalismo laissez-faire va a ir perfeccionándose hasta consolidarse, pues no existe ningún sistema superador de éste; el mérito y la competencia son las formas más perfectas de medir el valor humano. Los problemas del capitalismo de hoy son circunstanciales y son parte de un sistema en evolución, pero, en el futuro, llegará el bienestar; cualquier intervención estatal para mitigar sus defectos temporales terminaría por actuar como un elemento distorsionador del sistema, además de que representaría un fútil intento humano de ir contra la naturaleza. Este argumento tiene dos problemas. El primero es que no hay ninguna evidencia histórica que nos permita afirmar que el capitalismo es el último y más perfecto de los sistemas de organización económica, productiva y social. El segundo, Spencer vuelve a repetir el apotegma liberal de que primero se debe sufrir para luego cosechar los beneficios.
Ahora bien, ese sufrimiento no tiene un horizonte temporal o una meta concreta que se deba superar, para que luego venga el bienestar. No hay ninguna evidencia ni de que debamos sufrir para ser felices, ni de que esa miseria terminará algún día dentro de los márgenes del mismo sistema que la engendra. Es un argumento más propio de la fe religiosa que de la ciencia; algo paradójico viniendo de un autodidacta formado en las ciencias naturales.
Pasemos ahora a los otros tres autores, los cuales poseen un elemento en común, que es el punto de partida de sus argumentaciones: la desigualdad entre los hombres no es un fenómeno natural. Avancemos en orden cronológico.
Para explicar la idea de desigualdad en Jean Jacques Rousseau, podemos comenzar por su mito del “buen salvaje”: el hombre en su estado primigenio o “natural” es un ser incorrupto, pacífico y justo, ya que la ausencia de una relación moral o de deberes entre los hombres convierten a éste en un ser que sólo busca la satisfacción de las necesidades físicas que le indican sus pasiones y deseos; “los únicos bienes que conoce en el mundo son alimentos, una hembra y eposos; los únicos males que teme son el dolor y el hambre”.
Siguiendo esta línea de pensamiento, si no se encuentra en la Naturaleza el fundamento de la desigualdad, ¿de dónde emana ésta? Para Rousseau, la respuesta es muy clara: la desigualdad es una construcción socio-política humana, proveniente del dominio del hombre por el hombre, y tiene su origen en la propiedad y en los abusos perpetrados por quienes se apropian para sí de la riqueza del mundo y de los beneficios que produce dicha apropiación.
“La extrema desigualdad en la manera de vivir, el exceso de ociosidad en unos, el exceso de trabajo en otros(...) los alimentos demasiado escogidos de los ricos, cargados de jugos enardecientes que los hacen sucumbir de indigestiones; la mala nutrición de los pobres, de la cual carecen a menudo y cuya falta los lleva a llenar demasiado sus estómagos cuando la ocasión se presenta(...) he ahí las funestas pruebas de que la mayor parte de nuestros males son nuestra propia obra y de que los habríamos casi todos evitado conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescrita por la naturaleza (...) Pero desde el instante en que un hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria”.
En síntesis, la codicia que termina por engendrar la propiedad en quienes pueden acceder a ella, inseminándoles un voraz apetito por ampliar sus posesiones; y la envidia que generan éstos en aquellos que no pueden acceder a la propiedad; construyen los dos pilares fundamentales del capitalismo laissez-faire defendido por Spencer: egoísmo y competencia. Causas éstas dos de la desigualdad creciente. Pero esto no es todo.
Llevada esta propiedad a sus límites, ya no habiendo nada más por poseer, los desposeídos se ven obligados a optar entre someterse al rico o arrebatarle a éste su subsistencia. Pero los propietarios no se quedaron cruzados de brazos. Concibieron éstos una forma de proteger sus conquistas; un poder supremo que los gobierne, defienda y proteja, y evite que unos se lancen contra otros: la ley.
“Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico, aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria”.
Esta ley establece, entre otras cosas, la forma de gobierno de una sociedad. Y es la magistratura el origen de una nueva profundización de la desigualdad entre los hombres. Porque quienes son elegidos para ocupar cargos, detentan un poder que los diferencia del resto. Mas cuando cuando los poderosos decidieron apropiarse también de los cargos públicos, transformándolos en hereditarios, el pueblo ya no tenía forma de romper los grilletes de la ley para recuperar su libertad; debiéndose contentar con aceptar la servidumbre, a cambio de ver asegurada su tranquilidad. Y así se convalidó la apropiación del Estado por los poderosos y sus familias. Algo así como nuestra Patria Contratista.
Y con esto quedan establecidas las otras dos instancias a través de las cuales progresa la desigualdad; si la primera instancia era la propiedad y la ley, la segunda es la institución de la magistratura, y la tercera y última es la mudanza del poder legítimo en arbitrario, al transformarse el Estado en posesión de un grupo selecto.
Ahora bien, entendido el origen de la desigualdad y las formas en las que esta progresa, nos queda una pregunta pendiente ¿es posible la intervención humana para atenuar esta desigualdad? Rousseau considera que: “(...) aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de
consideración y de autoridad es inevitable entre particulares tan pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre sí y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo y recíproco. Estas diferencias son de varias clases; pero, en general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en la sociedad(...) entre estas cuatro clases de desigualdad, como las cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la última y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la más inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella se sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observación que permite juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha apartado cada pueblo de su constitución primitiva y el camino que ha recorrido hacia el extremo límite de la corrupción”.
Por último, falta abordar el rol de la mujer. Por el tiempo histórico en el que vivió, no puede esperarse de él un abordaje feminista del tema. Para él, la constitución de la familia es el momento en el que surge la diferenciación entre los dos sexos respecto del modo de vivir; por su constitución física, la mujer se transforma en sedentaria y sólo tiene a su cargo dos tareas: la crianza de los hijos y el cuidado de la casa. Esta es la única referencia que el pensador francés elabora respecto del rol las mujeres en su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres”.
Con respecto a Marx, no deseo explayarme mucho en su discurso, puesto que es en exceso conocida, más es necesario hacer algunas referencias para poder entender las ideas de Piketty. Para el filósofo de Tréveris, la desigualdad tiene un origen material, asociado a un tipo particular de propiedad: la propiedad privada de los medios de producción. Quiénes no pueden acceder a ésta se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para subsistir (proletariado), mientras los propietarios obtienen sus ingresos mediante la extracción de la plusvalía (burguesía). Podemos hallar en esto una similitud con Rousseau, la cual también se observa en lo relativo a la ley y al control de la magistratura.
Con respecto a la ley, el filósofo prusiano considera que el derecho burgués enmascara, bajo un supuesto derecho igualitario, que determina, entre otras cosas, la duración y/o intensidad del trabajo obrero, un derecho desigual, pues no tiene en cuenta las diferencias físicas y/o intelectuales que existen entre las personas; por esto, Marx propone para la fase superior de la sociedad comunista el principio “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
Por otra parte, respecto del control de la magistratura, Marx considera que esta clase propietaria termina por hacerse con la hegemonía política y el control exclusivo del Estado representativo moderno. La apropiación del Estado les permite explotar libremente al proletariado, quienes no cuentan con ningún mecanismo institucional en el Estado burgués para hacer oír sus reclamos.
Ahora bien, si para Rousseau no había forma alguna de terminar con la desigualdad dentro del marco de una sociedad, para Marx sí la hay: es la revolución del proletariado. El objetivo de esta revolución sería conquistar el poder político, para poder abolir la propiedad burguesa e instaurar la propiedad común de los medios de producción. Esto no significa abolir la propiedad en sí misma; sino “el carácter miserable de esa apropiación (la apropiación del producto del trabajo del obrero), que hace que el obrero no viva sino para acrecentar el capital, y tan solo en la medida en que el interés de la clase dominante exige que viva”. No se le puede negar al proletariado la apropiación del fruto de su trabajo, por eso se mantiene la propiedad privada de los medios individuales de consumo.
En lo que hace al rol de la mujer, Marx argumenta que, dentro del marco de la sociedad burguesa, la mujer representa, para el burgués, nada más que un instrumento de producción. Y a las acusaciones de que el comunismo busca instituir la comunidad de las mujeres, entendida como la abolición de la familia y el matrimonio, Marx responde:
“En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta”.
Por último, pasemos a Thomas Piketty. Si para Marx el origen de la desigualdad es material, para este economista francés es ideológica y política.
Piketty afirma que todas las sociedades se han dado a sí mismas un discurso, que da origen a un sistema legal, fiscal, educativo y político determinado, de acuerdo a la interpretación que cada sociedad hace de la justicia social y de las relaciones de poder políticas e ideológicas entre los diferentes grupos y discursos presentes. La economía y el sistema de producción son una de las resultantes de este discurso. Por eso, Piketty afirma que conceptos como el mercado y la competencia, los beneficios y los salarios o los paraísos fiscales y la competitividad no existen en sí mismos, sino que son construcciones sociales e históricas.
Por ejemplo, al hablar del sistema de castas hindú, el origen de éste se encuentra en la enseñanza de que los seres humanos fueron creados de las diferentes partes del cuerpo del dios Brahmá; y cuanto más cerca de la cabeza de este dios están, mayor estatus social poseen. La casta superior de los brahmanes está formada por aquellos que “nacieron” de la boca de este dios; los chatrias son aquellos que “nacieron” de los hombros de Brahmá; los vaishyas surgen de su cadera; y los shudras de sus pies. La posición dentro de este sistema de castas determina toda la vida del individuo, desde con quién se puede casar hasta qué trabajo puede realizar. Y la única forma de ascender socialmente es a través de la reencarnación, aunque también se puede descender a través de la misma.
Al analizar las sociedad contemporáneas, Piketty afirma que, a partir de la revolución neoconservadora de los ‘80, lo que se instituyó fue una sacralización de la propiedad, que dió origen a lo que él denomina “sociedades neopropietaristas”, que son una especie de radicalización y degeneración de las sociedades instituidas durante la “Belle Époque”. Las grandes fortunas experimentaron un aumento muy intenso, alrededor de tres o cuatro veces más que el crecimiento de la economía mundial registrado durante los períodos 1980-2018. Y los discursos que justifican este aumento son especialmente hipócritas:
“En los países occidentales, se suele hacer una distinción muy fuerte entre, por una parte, los ‘oligarcas’ rusos, los ‘petromultimillonarios’ de Oriente próximo y otros multimillonarios (...) de los que solemos considerar que no ‘merecen’ realmente su fortuna, pues se supone que la han conseguido gracias a sus relaciones con los poderes estatales (...) y consideramos que su opulencia no es útil para el crecimiento; y, por otra parte, los ‘empresarios’ europeos y estadounidenses, sobre todo californianos, de quienes es frecuente oír alabanzas sobre sus infinitas contribuciones al bienestar mundial (...) Se diría que casi debemos prolongar nuestra deuda moral hacia ellos y transformarla en una deuda financiera contante y sonante; o cederles nuestros votos, algo que casi estamos rozando en algunos países. Este tipo de justificación de las desigualdades, que dice ser hipermeritocrático, es característico de Occidente e ilustra perfectamente la necesidad incontenible de las sociedades humanas de dar sentido a sus desigualdades, más allá incluso de lo razonable”.
En estos argumentos de las sociedades de los países desarrollados de Occidente, es clara la influencia de pensadores como Spencer, donde lo que supuestamente define tu posición social es el mérito obtenido en una sociedad de tipo competitiva; pero Piketty nos muestra que, hoy, el factor más determinante del lugar de un hombre en la escala social no es el dinero que se obtiene de sus propios méritos, sino la familia en la que nace; es decir, el factor determinante es la herencia familiar recibida, no el trabajo propio. Y esto se extiende a todas las dimensiones de una sociedad. Por ejemplo, Piketty presenta datos que ratifican que, en los Estados Unidos, el acceso a las mejores universidades no está determinado por las calificaciones obtenidas, sino por los aportes que los padres hacen a las universidades; por eso, tienen más posibilidades de ingresar los hijos de familias ricas de ex-alumnos que los aspirantes que obtienen las mejores calificaciones.
Y, junto a esta exacerbación de un pretendido mérito, también viene la estigmatización hacia los perdedores del sistema económico, producto de una mezcla de falta de mérito, talento y diligencia. El problema es que los perdedores son cada vez más, mientras los ganadores son cada vez menos; la posibilidad de ascenso social con la que se soñaba en los ‘50 o ‘60 ha desaparecido. Hoy, son mayores las posibilidades de descender que de ascender.
Y a este problema en el sistema económico, se suma otro en el sistema político: la inexistencia de partidos políticos que representen los intereses de los perdedores del sistema. Tanto la “izquierda brahmánica” como la “derecha de mercado” (tipología creada por Piketty para referirse a los partidos políticos tradicionales) sólo representan los intereses de dos minorías: la de los ganadores del sistema educativo y la de los ganadores del sistema económico; unos creen en el mérito académico y los otros en el mérito en los negocios. Esto explica la radicalización de los sectores de los estratos sociales más bajos, y su viraje hacia posiciones más extremistas, pues no encuentran otra manera de canalizar su descontento hacia el sistema político. El ascenso de partidos como Vox, La Lega o Agrupación Nacional no son cuestiones de azar.
Para resolver esta situación, Piketty sí cree en la intervención estatal; pero no para eliminar la desigualdad entre los hombres, ni para lograr un cambio que deje atrás el sistema capitalista, sino para reducirla a niveles que sean tolerables para todas las partes. Para ello, propone un socialismo participativo donde, por un lado, se recupere el sistema fiscal progresivo que había instaurado el New Deal en EEUU y que se había extendido hasta los ‘80, desbaratado luego por el reaganismo, con impuestos para los más ricos que, en promedio, superaban el 80%. Por otro lado, propone la propiedad social, tomando como ejemplo los sistemas de cogestión de Alemania y de los países nórdicos, donde los representantes de los trabajadores tengan una parte importante de los votos en los consejos de administración de las empresas, lo que permitiría establecer estrategias de largo plazo y contrapesar el sesgo cortoplacista de los dueños del capital, más interesados en el reparto de dividendos que en el futuro de la compañía. También propone una propiedad temporal y la circulación permanente del capital, para que la herencia deje de ser el factor determinante de la posición social, y una mayor justicia educativa y fiscal que sea garantizada a través de la transparencia y del control ciudadano, junto con una democracia justa y de fronteras abiertas.
Como último punto, debemos mencionar la posición de Piketty respecto al rol femenino. El economista francés considera que el elemento biológico no debe ser un condicionante respecto de que tipo de trabajo se pueda hacer, así como tampoco debe ser causa de una diferenciación en los salarios percibidos, por un mismo trabajo, entre hombres y mujeres. Piketty es partidario de terminar con estas distinciones y considera que la vara para medirnos a todos debe ser nuestro rendimiento en el trabajo y qué tanto nos acercamos a los objetivos que se esperan
de nosotros en éste.
Hemos hecho un extenso recorrido, analizando los orígenes y los porqués de la desigualdad en las sociedades humanas modernas y contemporáneas. Más allá de todos estos argumentos, la realidad es que la desigualdad que impera en el mundo actual es cada vez más intolerable, y de ninguna manera es generada por causas naturales. La pandemia nos otorga una oportunidad para efectuar un cambio. Sólo es cuestión de aprovecharla.